[Tiempo de lectura: 3 minutos] En 1922, con la consolidación del poder bolchevique tras la Revolución Rusa y la guerra civil, se fundó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Ucrania fue una de sus repúblicas fundadoras, incorporada al nuevo Estado federal como la República Socialista Soviética de Ucrania. Aunque formalmente representada como un miembro igualitario, su soberanía era meramente nominal: toda decisión clave era dictada desde Moscú. Durante casi siete décadas, Ucrania se mantuvo completamente alineada con el centro soviético, sin política exterior propia y bajo una estructura centralizada que suprimía cualquier expresión de identidad nacional autónoma. A lo largo de este período, sufrió eventos trágicos como el Holodomor, la represión estalinista y la rusificación cultural, lo cual dejó una huella profunda en su memoria colectiva, aunque sin traducirse en un cambio de alineamiento mientras duró la URSS.
Con el colapso de la Unión Soviética en 1991, Ucrania se independizó pacíficamente y heredó el tercer arsenal nuclear más grande del mundo. Sin embargo, en 1994 tomó una decisión crucial: accedió a transferir su armamento nuclear a Rusia a cambio de garantías de seguridad. Este acuerdo quedó formalizado en el Memorando de Budapest, firmado por Ucrania, Rusia, Estados Unidos y el Reino Unido. En él, las potencias firmantes (Rusia incluida) se comprometían a respetar la soberanía, las fronteras y la integridad territorial de Ucrania, y a abstenerse de cualquier uso o amenaza de uso de la fuerza contra ella. El acuerdo fue central para el desarme nuclear global, y Ucrania lo cumplió plenamente, confiando en que esas garantías serían respetadas.
A partir de la Revolución Naranja en 2004, Ucrania comenzó un giro progresivo hacia Occidente. Las protestas masivas contra el fraude electoral que favorecía al prorruso Víktor Yanukóvich desembocaron en la victoria del prooccidental Víktor Yúshchenko. Bajo su mandato se intentó fortalecer los lazos con la Unión Europea y acercarse a la OTAN, aunque sin resultados concluyentes debido a divisiones internas y debilidades estructurales del Estado. Este acercamiento se vio interrumpido entre 2010 y 2014, cuando Yanukóvich, esta vez electo democráticamente, retornó al poder e impulsó una agenda prorrusa. Su decisión de rechazar el Acuerdo de Asociación con la Unión Europea en 2013 provocó el estallido del Euromaidán, una revuelta ciudadana que terminó con su derrocamiento.
Desde 2014, Ucrania ha adoptado un rumbo firme y sostenido hacia Occidente. Tras la caída de Yanukóvich, Rusia violó abiertamente el Memorando de Budapest al anexar Crimea e iniciar una guerra encubierta en el Donbás mediante el apoyo militar a fuerzas separatistas. En 2022, esta violación se profundizó con la invasión a gran escala del territorio ucraniano por parte de Rusia, lo que constituyó un quiebre definitivo del orden establecido en 1994. Bajo los gobiernos de Petro Poroshenko y Volodímir Zelenski, Ucrania ha profundizado su integración con Europa y la OTAN, y ha consagrado ese camino como un objetivo constitucional. La agresión rusa terminó por consolidar una postura clara: Ucrania se posiciona hoy como un Estado plenamente alineado con el bloque occidental, en oposición frontal a la influencia rusa. Este proceso marca el cierre de un siglo de dominación soviética, desarme confiado y traición geopolítica, pero también la afirmación definitiva de un proyecto nacional independiente.
En este contexto, resulta extremadamente grave que líderes como Donald Trump —en su rol de figura política de alcance global— convaliden públicamente la ocupación rusa de territorios ucranianos como algo legítimo ante organismos internacionales como la ONU. Tal postura no solo contradice los compromisos asumidos por Estados Unidos en el propio Memorando de Budapest, sino que debilita el principio básico del orden internacional: la inviolabilidad de las fronteras soberanas. Aceptar la anexión por la fuerza de territorios reconocidos internacionalmente equivale a validar el uso de la guerra como instrumento de política exterior. Y aún más peligroso: envía una señal al mundo de que los acuerdos multilaterales pueden ser ignorados sin consecuencias, socavando el valor de cualquier garantía de seguridad futura. En un siglo donde Ucrania renunció al poder nuclear confiando en la palabra de las potencias, cualquier respaldo a su agresor es una herida directa al derecho internacional, y una amenaza a la estabilidad global.
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