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¿Por qué seguimos siendo religiosos?

[Tiempo de lectura: 5 minutos] Para el historiador de las religiones Mircea Eliade, el ser humano no puede entenderse plenamente como homo sapiens —el que piensa— sino como homo religiosus: el que vive en busca de sentido, guiado por lo sagrado. Esta dimensión no se limita a las religiones organizadas ni a la fe en dioses, sino que atraviesa la historia humana como una necesidad esencial: la de crear símbolos, construir relatos fundantes, participar de ritos que interrumpan la banalidad y conecten la vida cotidiana con algo que la trascienda.

El homo religiosus habita un mundo escindido entre lo profano —el caos, la repetición, lo sin sentido— y lo sagrado —aquello que otorga orden, orientación y valor—. No se guía solo por la razón, sino por la memoria mítica, la repetición ritual y la identificación con modelos ejemplares. Reconoce espacios cargados de poder simbólico, tiempos consagrados, actos que no se hacen porque sí, sino porque remiten a un origen profundo. Para Eliade, esta estructura permanece incluso en las sociedades modernas que se proclaman seculares: lo sagrado no desaparece, simplemente cambia de forma.

Por eso, no alcanza con definirnos como homo sapiens. Pensar no basta si ese pensamiento no está sostenido por un horizonte de sentido. Incluso cuando el discurso dominante nos dice que ya no creemos, que somos racionales y modernos, seguimos organizando nuestras vidas alrededor de símbolos, rituales y narrativas totalizantes. Y si no lo hacemos a través de las religiones tradicionales, lo haremos —con igual fervor— a través de ideologías políticas, sistemas económicos o culturas del consumo. Lo religioso, como estructura profunda de experiencia, permanece.

El capitalismo occidental: la religión del yo

En las sociedades capitalistas occidentales, la religión no ha muerto: ha sido absorbida y reciclada por el mercado. Donde antes había dioses, hoy hay marcas. Donde había templos, ahora hay centros comerciales. Las antiguas liturgias han sido reemplazadas por eventos de consumo ritualizados (Black Friday, rebajas), y los antiguos mandamientos por promesas de autorrealización. Las estructuras descritas por Eliade —mito, símbolo, ritual, tiempo sagrado— siguen ahí, pero transfiguradas.

El mito dominante es el del emprendedor exitoso, el individuo que, a través del esfuerzo, el talento y la perseverancia, “se hace a sí mismo”. Una narrativa de redención personal respaldada por un sistema que predica la libertad individual como valor supremo, aunque en la práctica esa libertad esté profundamente condicionada por la clase, el género, la raza o el lugar de nacimiento. El símbolo ya no es la cruz ni el mandala: ahora es la marca (Tesla, Nike, Apple). Tener éxito se convierte en señal de salvación, de haber alcanzado ese paraíso moderno donde todo es posible y todo está permitido.

El arquetipo actual es el emprendedor carismático, el CEO visionario, el “influencer” de estilo de vida. Estas figuras actúan como modelos a imitar, muchas veces con rasgos casi mesiánicos. Los rituales también están presentes: consumir, producir, mostrarse, compartir. La vida diaria se organiza como una cadena de actos simbólicos: desde el café de la mañana hasta la meditación guiada en una app, desde el culto al cuerpo en el gimnasio hasta la carrera por likes en las redes sociales. El “tiempo es dinero”, y el presente se vive como un tránsito hacia un futuro que siempre se promete pero nunca llega del todo. Las redes sociales, con sus algoritmos que premian la imagen y la exposición, se convierten en los nuevos altares donde el yo se sacrifica para recibir aprobación, visibilidad y pertenencia.

¿Y qué queda del bienestar social? ¿De la realización personal? En el plano teórico, el capitalismo liberal promete prosperidad para todos. Cada individuo debería tener la posibilidad de llegar tan lejos como desee, y el Estado debería asegurar un mínimo de condiciones para que eso ocurra. Pero la realidad es menos luminosa: lo que a menudo se presenta como libertad no es más que autoexplotación vestida de autonomía. El sujeto contemporáneo debe reinventarse constantemente, venderse, superarse, sin red de contención. Las crisis económicas cíclicas, la creciente desigualdad, el colapso ecológico y el deterioro de la salud mental dejan en evidencia que esta “religión del yo” puede ser tan exigente —y tan cruel— como cualquier sistema teocrático.

El bienestar queda reducido a lo que el mercado permita. Si podés pagar, accedés. Si no, el sistema te hace sentir que es tu culpa, que no te esforzaste lo suficiente. El paraíso prometido está siempre un paso más allá. Y eso basta para mantener el culto en marcha.

China: el mito del retorno al centro del mundo

Frente a esta religión del deseo individual que todo lo fragmenta, el capitalismo chino contemporáneo plantea una lógica completamente distinta: una religión del orden, anclada en una narrativa colectiva. En su centro hay un mito poderoso: el retorno de China al lugar que le corresponde como eje del mundo. Esta idea, profundamente arraigada en la conciencia nacional, se alimenta de una herida histórica: el llamado siglo de las humillaciones.

Entre mediados del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, China fue saqueada, invadida y sometida por potencias extranjeras. El Imperio británico, Francia, Alemania, Rusia, Japón y, más tarde, los Estados Unidos, impusieron guerras desiguales, tratados abusivos y cesiones territoriales, como el caso de Hong Kong. Las Guerras del Opio, los tratados de paz redactados a la fuerza, las zonas de influencia extranjera y la brutal invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, desmembraron el cuerpo político y simbólico del país. Aquella serie de humillaciones no fue olvidada: fue transformada en mito fundacional del renacimiento nacional.

El Partido Comunista Chino, lejos de renegar de esa herida, la incorporó como base simbólica de su legitimidad. Su discurso no gira en torno a la libertad individual, sino a la restauración de una grandeza perdida. El mercado no está al servicio del sujeto, sino al servicio del Estado y del proyecto civilizatorio. La prosperidad económica no es una promesa de realización personal, sino una herramienta para recuperar el lugar central que, según el relato oficial, China nunca debió perder. La realización individual solo tiene sentido en tanto contribuya al destino colectivo: que China vuelva a ocupar su lugar como centro del mundo.


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