La religión del consumo ritual y el deseo programado
[Tiempo de lectura: 3 minutos] La palabra “religión” suele remitirnos a templos, dogmas, escrituras sagradas y prácticas espirituales. Sin embargo, si la entendemos como lo que Mircea Eliade llamó un sistema de principios fundamentales organizados en torno a mitos, ritos, arquetipos y magia —o fetichismo—, entonces lo religioso excede lo teológico. De hecho, está vivo y operando incluso en contextos que se proclaman laicos, racionales o modernos. Cuestionar la religión, entonces, no significa necesariamente dudar de un dios, sino interrogar los sistemas simbólicos y prácticos que organizan nuestra percepción de la realidad, nuestras elecciones y nuestros deseos. Y esto, hoy más que nunca, es urgente.
El capitalismo liberal occidental funciona como una religión moderna. Tiene su mito fundacional —el individuo autónomo y libre que se realiza (económicamente) a través del mérito y el esfuerzo—, sus ritos cotidianos —el consumo, el trabajo, la competencia—, sus arquetipos —el emprendedor exitoso, el inversionista, el “self-made man”— y, por supuesto, su objeto mágico: el dinero, que actúa como fetiche capaz de transformar cualquier cosa en valor. Esta religión no se presenta como tal, pero opera con una potencia simbólica que organiza nuestra vida en todos sus aspectos. Nos dice qué vale la pena, qué es deseable, qué es fracaso y qué es libertad. Así como un martillo ve todo como un clavo, nuestra subjetividad, moldeada por este sistema, tiende a ver todo —incluidos nosotros mismos y los demás— como recursos, medios, cosas útiles o descartables.
Cuando no cuestionamos este sistema simbólico, dejamos que determine cómo nos vinculamos con los demás. El otro, cuando no responde a los valores de nuestra religión, pasa a ser visto como un error, una anomalía o una amenaza. Lo reducimos. Lo juzgamos. Deja de ser alguien con sentido propio y se convierte en un obstáculo o en una falla. Y si no cuestionamos el sistema que nos hace pensar así, solo podremos relacionarnos realmente con quienes encajan en él. A todos los demás, tarde o temprano, los dejaremos afuera. Sin crítica, no hay hospitalidad real, no hay empatía profunda. Solo hay tolerancia estratégica y distancia disfrazada de inclusión.
Pero no solo el otro se ve afectado por este automatismo simbólico. También lo está nuestro propio futuro. Cuando no cuestionamos la religión que estructura nuestros deseos, el porvenir se reduce a una serie de opciones prefabricadas. Elegimos dentro de un menú que no hicimos, soñamos lo que el sistema nos permite imaginar y confundimos la repetición con la libertad. Nuestras decisiones se inscriben en una lógica que ya fue decidida por nosotros, aunque creamos que estamos eligiendo. Cambiamos de forma sin cambiar de fondo, girando en un bucle donde lo que parece novedad es solo una variante autorizada de lo mismo. Así, lo que sentimos como elección es obediencia. Lo que vivimos como libertad es automatismo.
Cuestionar la religión no es destruir el sentido, sino recuperar la posibilidad de crearlo. Es interrumpir el automatismo, abrir una grieta en el guion, desafiar el deseo que ya viene escrito. Significa dejar de actuar como si todo fuera un clavo solo porque fuimos educados como martillos. Porque si no lo hacemos, si no nos atrevemos a interrogar la lógica que nos habita, entonces lo verdaderamente nuevo jamás podrá tener lugar.
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