TikTok: cómo se programa la atención en la era digital
[Tiempo de lectura: 7 minutos] TikTok es una plataforma de videos cortos propiedad de ByteDance Ltd., una empresa tecnológica fundada en 2012 en Beijing, China por Zhang Yiming. Aunque opera a nivel global, ByteDance mantiene un vínculo estratégico con el gobierno chino, que desde 2019 posee lo que se conoce como una “acción dorada”: una participación simbólica (1%) que le otorga poder de veto sobre decisiones clave relacionadas con el contenido y los algoritmos. Esta estructura permite al Estado mantener influencia sobre sectores sensibles sin necesidad de controlar directamente las empresas.
Antes del lanzamiento internacional, ByteDance desarrolló la versión original de la app bajo el nombre de Douyin, pensada exclusivamente para el mercado chino. Fue lanzada en 2016, y debido a su éxito, la compañía creó una versión paralela para el resto del mundo: TikTok, que debutó en 2017 tras la compra e integración de la app estadounidense Musical.ly.
Desde entonces, TikTok ha tenido un crecimiento explosivo. En 2018 contaba con unos 350 millones de usuarios activos mensuales, y para 2020 ya había superado los 1.000 millones, con un crecimiento promedio anual superior al 70%. En 2025, la plataforma se acerca a los 2.000 millones de usuarios activos, consolidándose como una de las aplicaciones más influyentes del ecosistema digital global.
En cuanto al uso diario, se estima que los usuarios pasan entre 60 y 90 minutos por día en la app. Dado que los videos duran entre 15 y 60 segundos, se estima que un usuario promedio consume entre 60 y 100 videos diarios, dependiendo del tipo de contenido y del ritmo de navegación. Una dinámica rápida, intensa y difícil de pausar.
¿Qué es Douyin?
TikTok y Douyin -su versión china-, son desarrolladas por la misma empresa, ByteDance Ltd., pero funcionan como productos separados. Douyin opera exclusivamente en China y se encuentra regulada por la legislación local, mientras que TikTok está diseñado para el resto del mundo. Esta división refleja las políticas de control digital impuestas por el gobierno chino, con especial énfasis en la protección de menores.
En ese contexto, Douyin aplica un conjunto de restricciones obligatorias para usuarios menores de edad, que contrastan fuertemente con el enfoque permisivo de TikTok en otras regiones. Estas medidas incluyen:
- Límite horario estricto: los menores sólo pueden usar Douyin entre las 6:00 y las 22:00 horas, para no interferir con las horas de sueño. Fuera de ese rango, la app se bloquea automáticamente.
- Tiempo máximo de uso: el acceso está limitado a 40 minutos por día, con el fin de evitar el uso compulsivo y preservar el tiempo de estudio, descanso y juego activo.
- Modo juvenil obligatorio: todo menor de 14 años accede automáticamente a un entorno con contenido educativo, cultural y científico. Videos de museos, historia, ciencia o arte reemplazan los desafíos virales y el entretenimiento ligero.
- Sin transmisiones en vivo ni comentarios: los menores no pueden participar de lives ni dejar comentarios, para limitar la exposición pública y proteger su privacidad.
- Verificación de identidad: se exige un número telefónico real y cruce con registros oficiales para evitar falsificación de edad.
Estas medidas reflejan que, aunque TikTok y Douyin comparten origen y estructura tecnológica, funcionan como dos plataformas claramente distintas en cuanto a límites y contenidos. Esa diferencia se vuelve aún más marcada cuando se trata del uso por parte de menores de edad, donde Douyin impone restricciones estrictas que contrastan radicalmente con el funcionamiento libre y desregulado de TikTok en otros países.
El desequilibrio dopaminérgico
La lógica de TikTok —y otras plataformas similares— se basa en ofrecer una secuencia constante de videos breves y altamente estimulantes. En una sesión diaria, el usuario puede consumir entre 60 y 100 videos, que van desde bromas, desafíos virales y bailes llamativos hasta contenidos sexuales sugerentes, escenas absurdas, violencia moderada o sorpresas diseñadas para provocar una reacción inmediata. Es un bombardeo de microestímulos que mantienen la atención cautiva y alimentan una dinámica de consumo continuo.
Esta dinámica estimula repetidamente el sistema dopaminérgico del cerebro. A diferencia de la idea popular que la asocia directamente con el placer, la dopamina no es la “molécula del placer”, sino del deseo anticipatorio: es el neurotransmisor que prepara al organismo para una recompensa potencial. Se activa no cuando se obtiene algo, sino cuando algo parece prometer una gratificación, aunque aún no haya ocurrido. Esa anticipación es lo que mantiene al sujeto en movimiento, expectante, orientado hacia un posible logro o satisfacción.
Esta función es fundamental en actividades como el estudio, el arte, la resolución de problemas o el aprendizaje profundo: ahí la recompensa no es inmediata, pero la expectativa de alcanzarla a largo plazo mantiene al sistema motivado.
Sin embargo, el mismo circuito se activa también frente a estímulos triviales, siempre que logren insinuar una recompensa próxima. En plataformas como TikTok, lo que genera la liberación de dopamina no es tanto el video actual, sino la expectativa de cómo será el próximo: más gracioso, más impactante, más atractivo. Esa promesa constante de algo mejor en el siguiente scroll mantiene la atención cautiva, incluso cuando el contenido que se está viendo no es particularmente memorable. Se instala así un modo de espera activa, en el que el sujeto no desea algo concreto, sino simplemente espera ser estimulado una y otra vez.
El problema aparece cuando este circuito, pensado para sostener el deseo en el tiempo, se ve saturado por estímulos breves, triviales y continuos. El cerebro se acostumbra a recibir pequeñas dosis de anticipación y microgratificación sin esfuerzo, sin elaboración, sin demora. Se instala así un patrón de gratificación inmediata, que desplaza la capacidad de sostener la atención, elaborar un interés o construir un deseo con consistencia.
A medida que este mecanismo se consolida, este proceso genera lo que podríamos llamar una inflación del estímulo: cuanto más se consume, más difícil es que algo genere efecto. El umbral de que algo interese, se eleva artificialmente. Lo cotidiano —leer, conversar, cocinar, estudiar, jugar sin pantallas— empieza a parecer insuficiente, lento, aburrido o sin sentido. La atención se fragmenta, el deseo se empobrece y el aburrimiento se vuelve insoportable.
Ahora bien, cuando se piensa en este desequilibrio, se suele asumir que un adulto tiene la capacidad de “volver” a un estado anterior más equilibrado. La idea es que, al haber crecido en otro ritmo, en otro entorno, con otros modos de atención, podría reconocer el cambio y corregir el rumbo. Y eso, en muchos casos, es cierto. Hay adultos que pueden reentrenar su atención, reconstruir su deseo, recuperar la capacidad de mantener el interés sin la necesidad de estímulos inmediatos. Pero esta posibilidad depende de que alguna vez hayan tenido experiencias sostenidas de calidad: haber leído con placer, haber jugado sin estímulos prefabricados, haber sostenido una conversación sin distracciones, haber aprendido algo difícil a lo largo del tiempo.
El problema es que no todos los adultos tienen ese punto de partida. Muchos también crecieron en entornos saturados de estímulos veloces: televisión encendida todo el día, ausencia de estructura familiar, precariedad afectiva, escolaridades fragmentadas, cultura del zapping. Para ellos, el regreso a un estado “más sano” puede no existir como experiencia previa. En ese sentido, el desequilibrio dopaminérgico no es solo un problema individual o generacional, sino también estructural.
La diferencia más crítica se da en quienes aún están formando su cerebro, su manera de desear y su forma de estar en el mundo. Un niño o adolescente que construye desde el inicio su vínculo con el estímulo a través de la gratificación inmediata no tiene otro modelo de referencia. Para ellos, el scroll infinito no es una distorsión, sino la norma: el punto de partida desde el cual se interpreta todo lo demás. No se trata de haber perdido algo más rico y elaborado, sino de nunca haberlo conocido.
En estos casos, pensar que el cerebro infantil podrá simplemente “recalibrarse” con el tiempo es una suposición riesgosa. Si no hay experiencias previas de atención sostenida, aburrimiento creativo, juego libre, deseo postergado o aprendizaje por esfuerzo, el circuito de respuesta rápida puede consolidarse como la única forma de relación posible con el entorno. Y eso no solo compromete la capacidad de concentración, sino también la construcción del deseo, la espera, la tolerancia al vacío y la posibilidad de proyectarse a futuro con profundidad y sentido.
Sin embargo, esta situación no es definitiva. No se trata de la condena inevitable de una generación, sino del desafío urgente de ofrecerle otras formas de experiencia, otras maneras de habitar el tiempo y de relacionarse con el mundo. El camino posible implica crear contextos donde el deseo no se consuma al instante, donde exista espacio para la pausa, la espera, la elaboración lenta del interés. Se trata, en definitiva, de reintroducir densidad en la experiencia cotidiana: lectura, conversación, arte, naturaleza, silencio, presencia. Solo así será posible construir un marco alternativo que no esté colonizado por la urgencia de lo inmediato.
Es importante entender que la plataforma no impone una cultura, sino que refleja y potencia lo que ya circula. Funciona como un amplificador: organiza, acelera y sobredimensiona los contenidos que una sociedad produce y valora. En Occidente, eso suele traducirse en hiperestimulación, exhibicionismo y gratificación constante. Pero cuando se introduce un marco regulador —como en el caso de la versión china para menores—, la misma herramienta puede convertirse en un entorno de contención y orientación. No se trata solo de limitar, sino de cuidar el espacio donde el deseo y la atención aún pueden formarse. En ese sentido, las restricciones impuestas no buscan reprimir, sino proteger algo que, sin intervención, podría perderse antes de desarrollarse: la capacidad de construir sentido más allá de lo inmediato.
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