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¿Por qué el egoísmo parece inevitable?

El egoísmo de la inmediatez y su lógica fallida

[Tiempo de lectura: 8 minutos] Cuando pensamos en egoísmo, solemos imaginar a alguien que se antepone sin pudor al resto, que busca exclusivamente su propio beneficio, que se aleja del bien común para construir un mundo a su medida. Sin embargo, algo ha cambiado en la forma en que ese egoísmo aparece hoy. Ya no suele tratarse de una postura ética elegida ni de una conducta deliberada. Es más bien una forma de estar en el mundo que se impone sin ser necesariamente deseada. Un resultado lateral, inducido, muchas veces inadvertido.

Egoísmo proviene del latín ego, que significa “yo”, y el sufijo -ismo, que indica sistema, doctrina, modo. El egoísmo es, etimológicamente, el “sistema del yo”: una forma de organizar el mundo desde y para sí mismo. El yo como centro de gravedad, como criterio de medida, como filtro último de lo que merece atención.

Esta lógica se consolida con la modernidad, cuando el individuo autónomo —libre, racional, dueño de sí— pasa a ocupar el centro de la escena. El capitalismo, especialmente en su versión occidental, llevó esta figura a su máxima expresión: la vida organizada en torno al progreso individual. Una narrativa en la que el mérito personal, la ambición, la competencia y el éxito funcionan como valores absolutos.

En ese marco, el egoísmo deja de ser una falla moral para convertirse en virtud estratégica. Quien se prioriza, quien maximiza su rendimiento, quien no se detiene por el otro, es premiado con visibilidad, prestigio, ingresos. El emprendedor, el self-made man, la influencer, el líder disruptivo: todos son figuras de ese yo autosuficiente que avanza sobre los obstáculos, incluidos muchas veces los demás.

Pero detrás de esa estética del empoderamiento hay una condición menos visible: no siempre se trata de personas eligiendo avanzar. Muchas veces se trata de personas que ya no pueden detenerse. Que no saben cómo vincularse si no es desde la demanda o la exhibición. La exaltación del yo se convierte, cada vez más, en la máscara de una imposibilidad: la de habitar el mundo sin estar girando en torno a uno mismo.

¿Qué es la dopamina y qué significa su desequilibrio?

La dopamina es un neurotransmisor clave del sistema de recompensa del cerebro. Su función es señalar lo que merece nuestra atención, motivarnos a repetir comportamientos que resultan beneficiosos, y mantenernos orientados hacia lo que nos da placer o sentido. Se activa cuando comemos, resolvemos un problema, aprendemos algo nuevo, exploramos lo desconocido, o atravesamos una dificultad y salimos fortalecidos.

También se activa cuando una obra de arte nos conmueve, cuando una lectura nos transforma, o cuando una conversación profunda nos cambia. En esos casos, la dopamina funciona como una brújula emocional que dice: «esto vale la pena».

Pero también se libera ante estímulos mucho más triviales: una notificación de WhatsApp, un like en Instagram o un reel en TikTok diseñado para captar nuestra atención por apenas unos segundos. En estos casos, la dopamina ya no acompaña un proceso simbólico: se vuelve estímulo puro, repetitivo, inmediato. No surge de una búsqueda, sino de un sistema calibrado para capturar nuestra atención constantemente.

En contextos evolutivos, la liberación de dopamina tuvo un sentido funcional: nos impulsaba a buscar alimento, a resolver problemas, a vincularnos con otros, a salir de zonas de comodidad. Estaba al servicio de la adaptación, de la exploración, del crecimiento. Pero en el contexto hiperconectado y saturado de estímulos en que vivimos hoy, ese sistema ha sido trastocado. Ya no se activa por lo valioso, sino por lo disponible. Y ya no señala un camino, sino que genera un pico que rápidamente se desvanece.

Cada vez que recibimos una recompensa digital —un like, un mensaje, un reel— el cerebro experimenta un breve alza dopaminérgica. Pero como ese estímulo no va acompañado de un proceso de elaboración o integración simbólica, el pico cae enseguida. Y para salir de esa caída, buscamos otro estímulo. Y luego otro. Y otro. Así se arma un bucle que no tiene fin, pero tampoco dirección.

El sistema dopaminérgico, sobreestimulado, eleva su umbral. Lo que antes daba placer ya no alcanza. Escuchar un disco entero, leer un libro, sostener una charla sin mirar el teléfono, parecen tareas titánicas. El sujeto pierde la capacidad de sostener la atención, se vuelve cada vez más ansioso ante el silencio o el vacío, y desarrolla una relación compulsiva con cualquier forma de gratificación rápida. Ya no puede esperar. Ya no sabe hacerlo.

En este estado, el deseo se empobrece. Deja de ser simbólico —es decir, estructurado por una narrativa, un sentido, una proyección compartida— y se convierte en pura pulsión. El sujeto ya no desea comprender, vincularse, transformarse. Solo necesita sentir algo —lo que sea— ahora. Y cuando el cuerpo entra en ese modo, ya no hay tiempo para la espera, ni espacio para el otro, ni lugar para el conflicto que exige ser tramitado. Solo urgencia, estímulo y un fugaz alivio.

Egoísmo sin intención: cuando ya no es posible esperar

En un entorno saturado de estímulos inmediatos, donde la dopamina marca el ritmo de cada impulso, el egoísmo deja de ser una decisión consciente. Nadie necesita elegir ponerse por encima de los demás. Simplemente, ya no puede hacer otra cosa.

Cuando el cuerpo está entrenado para reaccionar a recompensas instantáneas, la espera se vuelve insoportable. No es solo molestia: es vacío. Y en un organismo dopaminizado, no sentir es intolerable. Por eso, el sujeto actúa bajo una lógica donde la gratificación inmediata es la única forma de equilibrio emocional.

Así, todo lo que no recompensa de inmediato se percibe como amenaza o estorbo. El otro —con sus tiempos, sus silencios, sus diferencias— aparece como algo que interrumpe, no como alguien que complementa. No hay espacio para el conflicto, para la ambigüedad, para la espera necesaria del encuentro. Todo se reduce a una fórmula: si no es ahora, entonces no sirve.

Y entonces ocurre el gesto egoísta. No porque el sujeto haya querido dañar, ni porque se crea superior, sino porque su sistema no tolera la incomodidad de sostener al otro cuando no gratifica. Ignorar, rechazar, desentenderse, no son actos de frialdad, sino de defensa fisiológica. Lo que se activa ahí no es la malicia, sino la urgencia. El yo no puede parar porque si para, se derrumba.

En este punto, el egoísmo ya no es un defecto ético. Es una forma de miopía afectiva. No se trata de crueldad, sino de una incapacidad adquirida para ver más allá del instante. El futuro se difumina. La profundidad se vuelve inaccesible. Lo simbólico, irrelevante. La relación con el otro se acorta hasta el límite de lo útil, lo conveniente o lo placentero. Todo lo que implique demora o esfuerzo emocional se convierte en una amenaza.

Y aquí se produce uno de los mecanismos más sutiles del autoengaño contemporáneo: el egoísmo disfrazado de cuidado personal. El sujeto ya no se percibe como alguien cerrado sobre sí mismo, sino como alguien que “pone límites”, “se protege”, “hace lo que le hace bien”. La narrativa del bienestar reemplaza la posibilidad de revisar la propia responsabilidad afectiva. Así, lo que antes era un dilema ético, ahora se vive como una forma saludable de autonomía.

Pero en esa defensa, algo profundo se pierde. Porque el aprendizaje real exige atravesar lo incómodo: tolerar no saber, equivocarse, esperar, insistir, sostenerse. Ninguna de esas condiciones es compatible con un sistema de recompensa acelerado que solo tolera lo inmediato.

Cuando el deseo queda atrapado en la urgencia de gratificarse, ya no queda lugar para lo nuevo. Se pierde el asombro, el pensamiento complejo, la sorpresa de lo imprevisto. Todo se convierte en una repetición disfrazada de variedad: nuevas formas del mismo estímulo.

Lo mismo ocurre en los vínculos. El otro real, con su diferencia, con su tiempo, con su ambigüedad, deja de ser tolerable. El vínculo se vuelve transacción. El otro es bienvenido mientras gratifica. Cuando no lo hace, se descarta.

Salir de esa lógica no implica renunciar al placer. Implica redefinirlo. Recuperar la capacidad de esperar, de involucrarse, de sostener. No por sacrificio, sino porque lo verdaderamente valioso no aparece de inmediato, ni se obtiene sin atravesar la incomodidad que implica dejar de afirmarse constantemente como uno ya es.

Desconectar ese egoísmo que nunca fue una elección, sino una adaptación al ruido constante de un entorno saturado de estímulos adictivos, es quizás el primer paso para recuperar una brújula emocional capaz de orientarnos más allá de la repetición y lo prefabricado. Una brújula con dirección y sentido, que no apunte siempre hacia nosotros mismos, sino hacia aquello que aún no conocemos.

Y tal vez, ya cansados de reafirmarnos una y otra vez, podamos elegir el camino de la incertidumbre —y quizás del asombro—, donde algo verdaderamente nuevo pueda surgir.


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