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¿Por qué sentimos que las cosas no son como deberían ser en el capitalismo?

La lógica inevitable del capitalismo neoliberal

[Tiempo de lectura: 8 minutos] Vivimos un tiempo marcado por un malestar generalizado. A nivel global, múltiples crisis entrelazadas dibujan un panorama de incertidumbre y frustración. Esta percepción no es irracional: responde a realidades objetivas que afectan todos los aspectos de la vida contemporánea.

La crisis ecológica avanza aceleradamente. En 2023, el mundo registró temperaturas récord y fenómenos climáticos extremos se cuadruplicaron respecto a los niveles de 1980. El calentamiento global ya alcanza 1,2 °C sobre niveles preindustriales, acercándonos al umbral de 1,5 °C, tras el cual se prevén alteraciones irreversibles como el colapso de ecosistemas clave y pérdidas masivas de productividad agrícola (IPCC, 2023).

La corrupción política erosiona la confianza en las democracias: el 85% de la población mundial vive en países donde la corrupción es considerada grave o muy grave, afectando directamente la legitimidad de las instituciones públicas (Transparencia Internacional, 2024).

El endeudamiento personal y estatal escala a niveles históricos. En 1980, la deuda global representaba el 110% del PIB mundial; para 2024, alcanzó 315 billones de dólares, equivalentes al 336% del PIB. En apenas cuatro décadas, la deuda global se ha triplicado en relación al tamaño de la economía (Institute of International Finance, 2024).

La precariedad laboral se generaliza: el 60% de los trabajadores tiene empleos informales o inestables. Además, la expansión de plataformas digitales ha fragmentado las trayectorias laborales, impulsando mercados de trabajos temporales, mal remunerados y sin beneficios sociales, como ocurre en actividades de reparto, transporte de pasajeros, servicios de entrega y asistencia remota (OIT, 2023).

Las crisis económicas son recurrentes: desde 1990, el mundo ha atravesado más de 140 crisis bancarias, cambiarias o de deuda soberana, afectando especialmente a América Latina, África, el sudeste asiático y Europa del Este (FMI, 2023).

El acceso a una vivienda digna se ha deteriorado drásticamente. En grandes ciudades, el precio de una propiedad pasó de representar unas cuatro veces el ingreso anual de un trabajador en los años 80 a superar hoy, en promedio, las diez veces, y en muchas urbes globales alcanzar ratios de hasta veinte veces. Mientras tanto, los salarios reales apenas han crecido y el costo de vida ha aumentado de manera sostenida, ampliando la brecha de acceso. Si antes un trabajador medio podía aspirar a comprar una vivienda tras ahorrar entre 7 y 10 años, hoy necesitaría 20, 30 años o incluso más, en un contexto de mayor precariedad laboral y endeudamiento generalizado (OCDE, 2023).

La inseguridad alimentaria afecta actualmente a cerca de 2.400 millones de personas, concentrándose en África subsahariana, Asia meridional y partes de América Latina, agravada por la concentración del control agrícola en pocas corporaciones globales (FAO, 2023).

La salud mental enfrenta una crisis global: actualmente, una de cada ocho personas sufre trastornos como depresión, ansiedad o estrés crónico. Según el informe Mental Health Atlas 2023 de la OMS, este fenómeno se debe principalmente a la precarización laboral, la incertidumbre económica, el impacto prolongado de la pandemia de COVID-19 y la presión constante de un mundo hiperconectado digitalmente.

Finalmente, la desigualdad extrema se evidencia de forma contundente: actualmente, el 1% más rico del planeta concentra cerca de la mitad de la riqueza mundial, mientras que el 50% más pobre accede a apenas el 2% (Oxfam, 2022; World Inequality Report, 2022).

Cada uno de estos fenómenos confirma que la promesa de progreso, estabilidad y bienestar que caracterizó el imaginario del siglo XX ya no se sostiene. Hoy asistimos a la evidencia de un deterioro profundo y estructural de las condiciones que alguna vez parecieron garantizar una prosperidad generalizada.

El Estado de Bienestar: Un paréntesis histórico

Ese modelo de progreso y estabilidad que hoy vemos resquebrajarse tuvo su expresión más concreta en el Estado de Bienestar, surgido a mediados del siglo XX en los principales países industrializados, especialmente en Europa Occidental y Estados Unidos. Fue el intento más ambicioso de garantizar, mediante la acción del Estado, el acceso generalizado a derechos básicos como la educación, la salud, las pensiones y el empleo digno.

Para materializar ese objetivo, los Estados impulsaron políticas fiscales progresivas que gravaban las grandes fortunas y patrimonios con tasas superiores al 70% durante buena parte de la posguerra, especialmente en países como Estados Unidos. Además, extendieron los sistemas de seguridad social, establecieron servicios públicos universales y promovieron un crecimiento económico basado en el pleno empleo. El capital privado fue regulado mediante fuertes controles financieros, mientras que la expansión de derechos laborales permitió sostener una redistribución de la riqueza que, aunque limitada, garantizaba niveles de estabilidad social inéditos hasta entonces.

Sin embargo, lejos de ser una transformación ética del capitalismo, el Estado de Bienestar nació como una respuesta pragmática a dos desafíos: contener las tensiones sociales de la Gran Depresión y la posguerra, y ofrecer una alternativa frente al avance del comunismo soviético. Garantizar educación pública, salud, pensiones y derechos laborales estabilizaba las economías y neutralizaba el atractivo revolucionario de Moscú.

Así, el Estado de Bienestar no representó una transformación estructural del capitalismo, sino un paréntesis histórico, sostenido por un crecimiento económico excepcional y la presión de la competencia ideológica comunista. Durante ese período, el capitalismo aceptó temporalmente límites a su lógica de concentración, pero sin renunciar nunca a su esencia de acumulación y maximización del beneficio.

La caída de la Unión Soviética en 1991 desmanteló el marco que sostenía este equilibrio. Sin necesidad de disputar legitimidad ideológica, desaparecieron también los incentivos para mantener políticas redistributivas fuertes. Comenzó entonces una restauración del capitalismo en su forma más pura y desregulada: el neoliberalismo.

Esta doctrina, que ya ganaba terreno desde finales de los años 70, se consolidó como el nuevo paradigma dominante: supremacía del mercado como regulador social, reducción drástica del Estado, privatizaciones masivas, liberalización financiera y comercial y una individualización del riesgo derivada de la eliminación progresiva de las protecciones laborales, sociales y económicas que antes garantizaba el Estado.

Desde entonces, estas políticas se aplicaron de forma sistemática: privatización de empresas públicas, desregulación financiera, flexibilización laboral, apertura indiscriminada de economías y reducción de impuestos a grandes fortunas.

En este nuevo contexto, la concentración de riqueza y el desmantelamiento de los sistemas de protección social no fueron errores ni desviaciones, sino la consecuencia lógica de haber liberado al capitalismo de los frenos coyunturales que se le habían impuesto en el siglo XX. La distribución profundamente desigual de los recursos, lejos de ser una anomalía, es el resultado natural de un sistema que, eliminado cualquier límite, retorna a su dinámica histórica de acumulación y concentración de poder.

En este escenario, las referencias al Estado de Bienestar que marcaron el siglo XX siguen presentes como recurso político. El ideal de equidad y protección social se invoca como oposición simbólica al avance neoliberal, aunque, si evaluamos objetivamente la situación, no logra traducirse en políticas efectivas. Así, el Estado de Bienestar persiste como un horizonte retórico más que como un proyecto viable en la estructura global contemporánea.

¿Por qué las cosas son exactamente como deben ser?

Hoy, los discursos políticos ya no parecen orientados a revertir la concentración de riqueza, sino que dan la impresión de legitimar nuevas formas de centralización del excedente social en manos de minorías privilegiadas. La clásica oposición entre “Estado” y “mercado” se diluye en una dinámica donde dos tipos de grupos de poder —unos internos y otros externos a los Estados nacionales—, mediante estrategias distintas y aunque sin coordinación explícita, terminan complementándose en su disputa por el control del excedente social.

Por un lado, sectores internos del propio país —compuestos por antiguos grupos empresariales, clases políticas tradicionales, sectores de la administración pública subordinados a intereses privados y redes clientelares consolidadas— utilizan la narrativa del Estado de Bienestar para capturar fondos públicos de manera opaca, sosteniendo circuitos de poder, preservando privilegios históricos y reforzando su control sobre el aparato estatal. Bajo este esquema, el gasto social no se orienta genuinamente a la equidad, sino a redistribuir beneficios dentro de las estructuras preexistentes de poder, perpetuando así las posiciones de dominio de esas minorías privilegiadas.

Por otro lado, actores externos al país —corporaciones transnacionales, organismos financieros y fondos de inversión de alcance global— imponen el discurso del déficit fiscal y la necesidad de austeridad como herramientas para desmantelar las funciones redistributivas del Estado. En nombre de la «modernización» y la «responsabilidad fiscal», se promueven políticas que debilitan la capacidad estatal, facilitan la privatización de activos estratégicos y abren sectores clave de la economía nacional al control extranjero. Bajo este esquema, los beneficios extraídos de los recursos sociales no se reinvierten en la estructura nacional, sino que se redistribuyen hacia redes de poder global, fuera de las estructuras locales preexistentes.

Aunque existen intentos sinceros de reconducción política —proyectos que, pese a enormes resistencias, buscan reconstruir mecanismos de redistribución, fortalecer la sociedad y democratizar el acceso a los recursos colectivos—, demasiadas veces los discursos sobre bienestar social o responsabilidad fiscal terminan funcionando como herramientas de legitimación de la concentración de riqueza en beneficio de minorías privilegiadas.

Así, esta dinámica suele sostener un ciclo histórico de saqueo que se retroalimenta. Primero, los grupos de poder internos capturan el Estado, utilizando el discurso del bienestar social para desviar recursos públicos hacia sus propios intereses, generando ineficiencia, corrupción y endeudamiento. Esa fragilidad es luego aprovechada por actores externos, que, en nombre de la austeridad y la modernización económica, imponen ajustes, privatizaciones y cesiones de soberanía. A medida que las consecuencias sociales —desigualdad, exclusión y resentimiento— se agravan, surgen nuevas demandas internas de recuperación del Estado, reiniciando el ciclo, que usualmente deriva en nuevas formas de extracción, concentración de riqueza y debilitamiento del tejido social.

En este contexto, la disputa real no se da entre proyectos de sociedad opuestos, sino entre dos formas alternativas de saqueo: una local y otra global.

La concentración de riqueza alcanza hoy niveles históricos inéditos, algo que resulta evidente al revisar los datos más recientes de los principales informes internacionales —Oxfam, World Inequality Report, Credit Suisse Global Wealth Report y Forbes—, que revelan cifras contundentes:

El 1% más rico de la población mundial posee cerca del 50% de toda la riqueza global y controla aproximadamente el 46% de los activos financieros existentes. Mientras tanto, el 50% más pobre accede apenas al 2% de los recursos disponibles. Solo en los dos últimos años, el 1% más rico capturó cerca del 63% de toda la nueva riqueza generada a nivel mundial, mientras que el 50% más pobre apenas recibió el 0,7%.

La desigualdad extrema y el desmantelamiento progresivo de los sistemas de protección social no son fallos del sistema: son el resultado lógico de un capitalismo contemporáneo que, en ausencia de contrapesos ideológicos y políticas de redistribución, refuerza sistemáticamente las posiciones dominantes.

Lejos de desviarse o colapsar, el capitalismo global funciona exactamente como fue diseñado: concentrar riqueza, maximizar beneficios y expandir el poder económico de una minoría asentada en posiciones de privilegio.

Además, cuando se desmantela el Estado de Bienestar, el individuo queda expuesto a la lógica pura del mercado. Y en un mercado donde el 1% controla casi la mitad de los activos financieros, el juego está estructuralmente amañado desde el inicio. La competencia libre es una ficción: las condiciones de partida son tan desiguales que el mercado no corrige las asimetrías, sino que las reproduce y profundiza.

La sensación de que las cosas no son como deberían ser no surge de un mal funcionamiento del sistema, sino de la constatación brutal de que el sistema funciona exactamente según fue diseñado.

Y funciona, lamentablemente, mejor que nunca.


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