📲 Seguir en WhatsApp

¿Por qué todo esto al final termina en indiferencia?

La indiferencia: De no distinguir a no implicarse

“Así es como termina el mundo / No con un estallido, sino con un quejido.”
— T. S. Eliot, The Hollow Men (1925)

[Tiempo de lectura: 8 minutos] La palabra indiferencia nace del latín in-differentia, que significa literalmente “no diferencia”: lo que no se distingue, lo que no importa, lo que da igual. En su origen no tenía carga ética. En la escolástica medieval se usaba para designar actos moralmente neutros, sin bondad ni maldad inherentes. Era una categoría lógica, una forma de describir lo que no exigía juicio ni decisión. Lo indiferente no implicaba acción ni omisión, solo ausencia de necesidad de elegir.

Con el tiempo, esa neutralidad se desplazó hacia el terreno de la afectividad, y de allí, hacia el de la responsabilidad. Lo indiferente dejó de ser lo que no obligaba a actuar, para convertirse en el gesto de quien elige no responder, no implicarse, aun cuando algo reclama presencia. Una forma de omisión que, aunque pasiva en su forma, comenzó a adquirir consecuencias reales. Lo que no se hacía, lo que se dejaba pasar, empezó a pesar.

Es en el siglo XX donde este cambio se vuelve ineludible. Las catástrofes políticas y morales de la época —los campos de concentración, los bombardeos atómicos, los exilios forzados, los genocidios, las dictaduras— transformaron radicalmente la percepción de la pasividad. Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, se calcula que murieron más de 80 millones de personas. Esa escala de destrucción, junto con la visibilidad inédita del sufrimiento humano —gracias a la prensa, la fotografía y luego el cine— forzó una reevaluación ética: no actuar, no hablar, no tomar partido dejó de ser un gesto neutral. Era, en muchos casos, una forma de sostener con el silencio lo que otros ejecutaban con violencia.

Desde entonces, la indiferencia carga con esa herencia. Como escribió Elie Wiesel, superviviente del Holocausto: “Lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia.” La frase no se apoya en la psicología de los afectos, sino en una ética del vínculo. El verdadero abismo no está en el conflicto, sino en la capacidad de mirar sin ver, saber sin intervenir, oír sin responder.

La posguerra no solo reconfiguró el mapa político del siglo: también modificó el peso ético de ciertas palabras. En un contexto de reconstrucción social, ampliación de derechos y consolidación del Estado de Bienestar, conceptos como “compromiso”, “solidaridad” o “responsabilidad colectiva” adquirieron centralidad, mientras que la indiferencia pasó a ser leída como una forma de abandono inaceptable. Ya no se trataba de una actitud de distancia: era el síntoma de una desconexión moral, el fracaso del lazo humano.

Ese momento histórico, que articuló un nuevo pacto entre sujeto y comunidad, entre memoria y política, convirtió a la indiferencia en un problema estructural. No se trata simplemente de no hacer, sino de asumir que lo que se omite también construye el mundo.

La indiferencia como forma de equilibrio emocional

Después de la Segunda Guerra Mundial, la indiferencia fue inscrita en la conciencia moral como un gesto éticamente inaceptable. Ese sentido persistió durante un tiempo, sostenido por el discurso de la responsabilidad colectiva. Implicarse seguía siendo un valor: no como heroísmo, sino como forma mínima de pertenencia.

Pero con el giro neoliberal y la progresiva individualización de las formas de vida, ese principio empezó a perder fuerza. El sujeto comprometido fue desplazado por el individuo que se debe, ante todo, a sí mismo. La ética del lazo cedió terreno ante la lógica del yo como proyecto. En ese contexto, la indiferencia dejó de ser señal de desconexión para convertirse en síntoma de madurez. No involucrarse, no exponerse, no cargarse con lo ajeno comenzó a presentarse como autocuidado, equilibrio o inteligencia emocional.

En la cultura contemporánea, centrada en el individuo como sistema de autorregulación, la indiferencia aparece disfrazada de prudencia. No es raro oír frases como: “No tengo tiempo para eso”, “Me tengo que cuidar a mí mismo”, “Tengo que priorizarme”. El lazo con el otro se vive como amenaza al equilibrio interior, como una carga innecesaria o una distracción de los propios objetivos. El mandato es claro: mirá por vos mismo. Todo lo que no contribuya directamente al bienestar personal —o a su puesta en escena digital— se vuelve prescindible.

Este retraimiento no es solo una defensa: es un modelo socialmente celebrado. El compromiso sostenido con el sufrimiento ajeno no encaja con el ideal de eficiencia, rendimiento y bienestar blindado. En un mundo donde el tiempo se monetiza, la emoción se modula y el vínculo se gestiona, implicarse se vuelve un error de cálculo.

El yo contemporáneo ha hecho de la abstención una virtud. No responder, no tomar posición, no sostener se lee como madurez. Este yo, que se piensa completamente autónomo, se ha vuelto especialista en desactivar la demanda del otro. Ve, pero no responde. Entiende, pero no se deja afectar. Reconoce, pero no se deja interrumpir. No se trata de frialdad, sino de eficacia emocional: maximiza sus recursos, regula su exposición, evita el conflicto.

Así se construye un yo blindado, regulado, coherente con su propio manual de eficiencia emocional. Un yo que no odia ni rechaza, pero tampoco se deja atravesar. No interviene, no se mueve, no responde. Repite sus propios gestos, confirma sus valores, amplifica sus juicios.

Un yo que se cuida tanto de la exposición que termina por no implicarse con nada. El sujeto perfecto del presente: autosuficiente, contenido, impermeable.

La indiferencia como negación de la diferencia

Hay otra forma de indiferencia, más estructural, que remite directamente a su etimología original: no distinguir lo diferente. Esta forma no rechaza, no abandona ni ataca directamente. Simplemente no ve. No ve al otro como otro. Lo absorbe, lo traduce, lo interpreta según sus propios esquemas. Es la lógica de quien no escucha porque ya cree saber lo que el otro va a decir. De quien desestima el sufrimiento ajeno porque no se parece al propio. Por eso, la reacción más común ante lo diferente no es el rechazo frontal, sino una simplificación, una neutralización.

Una de las formas más comunes de indiferencia es la patologización. No se trata de un insulto ni de una exclusión directa, sino de un desplazamiento de lo diferente a un terreno donde deja de tener legitimidad. Lo que sería una posición ética, una forma distinta de sentir o de actuar, es interpretado como disfunción, como trastorno, como patología clínica. Así, la sensibilidad es vista como debilidad, la entrega como inseguridad, la insistencia como trastorno obsesivo. El gesto diferente se diagnostica y se anula su valor.

Otra modalidad extendida es la caricaturización y la burla, que consiste en reducir lo que incomoda a una exageración graciosa, a un exceso inofensivo. No se discute el contenido de la diferencia, sino que se la desactiva mediante la deformación. El gesto se convierte en rareza, en anécdota, en ridiculez. Esta forma no requiere argumentación ni desacuerdo abierto: basta con quitarle sentido, volverlo caricatura. No hay confrontación, pero tampoco reconocimiento. La burla no siempre es directa: a veces se aloja en el tono, en la omisión, en la risa que desplaza el conflicto hacia la anécdota. El humor, en este caso, funciona como una forma de gestión afectiva de lo que no se quiere procesar.

Otra forma sutil de indiferencia es asignar nuestras propias motivaciones al otro, como si no pudiera haber deseo, compromiso o gesto ético fuera de nuestro sistema de sentido. Allí no hay burla ni diagnóstico, sino algo más insidioso: una comprensión anticipada. Lo que el otro hace o dice es entendido desde esquemas previos ya formulados, que permiten mantener la estabilidad del propio punto de vista. No es indiferencia por ausencia, sino por imposición. No ver al otro porque ya creemos saber lo que hay detrás. Esta forma de indiferencia no niega al otro, pero sí lo reemplaza por una versión domesticada.

La tolerancia condicionada aparece como otra forma de indiferencia: cuando se admite la diferencia, pero solo bajo ciertas condiciones. Se la acepta siempre que no moleste, no altere, no desestabilice el clima emocional ni el confort del yo. Lo otro puede estar presente, pero no activo. Se le concede un lugar acotado, regulado, decorativo. No hay exclusión, pero tampoco hay apertura real. La hospitalidad se vuelve gesto de control. Se permite que algo se exprese, pero solo si no exige una transformación estructural en la manera de vincularnos, de organizarnos, de pensar.

El silenciamiento, por su parte, es la forma más radical de esta lógica. La diferencia no se patologiza, no se ridiculiza, no se tolera bajo condición: simplemente se omite. No hay respuesta, no hay registro, no hay eco. La conversación sigue como si nada. El gesto no es atacado, sino dejado al margen. Esta forma de indiferencia no requiere confrontación ni justificación: se impone por su ausencia. No hay escándalo, no hay confrontación, pero tampoco hay vínculo.

Y este mismo proceso se replica a escala global. La indiferencia se vuelve estructura perceptiva del mundo. Se acepta la violencia si es lejana, la corrupción si es estable, la injusticia si no altera la rutina. Se racionaliza la destrucción como estrategia, la pobreza como accidente, la guerra como necesidad. La geopolítica de la indiferencia no es negacionista. No hay necesidad de mentir: basta con usar los nombres correctos. El agresor es “actor dominante”, la guerra es “intervención estratégica”, el hambre es “crisis alimentaria” y la ocupación es “presencia internacional”.

En este marco, reconocer al otro como realmente otro —como irreductible, como no instrumental, como desbordante— es inútil, incluso peligroso. Puede exigirnos implicación, cambio de posición, redistribución del tiempo o del afecto. Por eso, la forma más eficiente de resolver la presencia del otro es no distinguirlo: reducirlo a lo conocido, proyectarle nuestras motivaciones, convertirlo en una variación de lo mismo.

Reconocer verdaderamente a otro implica aceptar que no lo vamos a entender del todo. Que no se acomoda a nuestras categorías. Que puede tener razones, dolores, placeres y tiempos que nos resultan ajenos.

Pero vivimos en una cultura que premia lo que se puede explicar rápido, lo que se siente bien, lo que reafirma el yo. Lo diferente es cognitivamente costoso, emocionalmente riesgoso y socialmente incómodo. Por eso, aunque no lo odiemos, lo anulamos.

Y es en esa anulación donde la indiferencia se vuelve definitiva. No porque nos retire del mundo, sino porque permanecemos en él sin ser tocados por nada. El mundo no termina por exceso de ruido. Termina por falta de interrupción. Por un silencio bien modulado, que no grita, no discute, no cuestiona.

No estamos frente a una explosión, sino ante un desgaste sostenido. Un mundo que se deshace sin siquiera levantar la voz no es un mundo en paz: es un mundo anestesiado. La indiferencia no es falta de información. Es exceso de interpretación desde el yo. Es imposibilidad de reconocer lo que el otro hace sin traducirlo.

Volver a distinguir, volver a implicarse, no es una tarea heroica ni épica. Es apenas el gesto radical de no dejar que todo se disuelva mientras miramos para otro lado.


Descubre más desde odradek

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *