Una distinción entre la duda y la inseguridad
[Tiempo de lectura: 5 minutos] A menudo se confunde a una persona que duda con una persona insegura. Como si dudar fuera sinónimo de vacilación, indecisión o debilidad. Pero son cosas muy distintas.
La duda es uno de los gestos más fundamentales del pensamiento. Dudar no significa simplemente no saber, sino abrir un espacio entre el saber y el no saber: una grieta por donde se filtra el pensamiento, una zona de suspensión que permite interrogar lo que parecía dado.
Etimológicamente, duda proviene del latín dubitāre, relacionado con duo (dos). Dudar es quedar entre dos caminos, en una bifurcación: no afirmamos ni negamos, sino que nos detenemos, suspendemos el juicio, y en ese espacio intermedio el pensamiento se vuelve activo. Lejos de ser una falla, la duda es condición de posibilidad del pensamiento mismo. Nos permite revisar, matizar, resistir.
En cambio, lo que llamamos inseguridad remite a otra experiencia. La palabra deriva del latín securus, que significaba “seguro, sin preocupación”. In-seguridad, entonces, es no estar libre de preocupaciones, no contar con protección, amparo, resguardo. La inseguridad no es simplemente una duda sobre nuestras capacidades: es la vivencia de estar expuestos, desprotegidos ante el juicio de los otros, ante el devenir del mundo, ante uno mismo. Es una condición de indefensión.
Y es precisamente en ese estado donde la duda se vuelve imposible. Porque para dudar hace falta cierto suelo: un marco donde sea viable sostener la ambigüedad, tolerar la suspensión, soportar el conflicto. La duda requiere algo de firmeza para desplegarse. Pero en la inseguridad, ese suelo no existe. Todo está ya desarmado.
Esto se vuelve más claro si pensamos en los distintos rostros que puede tomar la inseguridad: la afectiva, cuando sentimos que el amor de los otros es inestable o condicionado, y que debemos hacer méritos para no ser abandonados; la familiar, cuando el entorno en que crecimos nos negó contención, reconocimiento o validación; la económica, cuando la falta de recursos impide proyectar el futuro o incluso sostener el presente; y la social, cuando el entorno cultural margina, invisibiliza o desvaloriza ciertas identidades. En todos estos casos, lo que falta no es pensamiento, sino condiciones para pensar. No es que no queramos dudar de nuestras inseguridades, es que no podemos: nos falta un lugar seguro desde el cual ponerlas en cuestión. Sin ese sostén —interno o externo—, la duda no libera, sino que amenaza con desarmarnos aún más.
Pero la inseguridad no es solo una vivencia interna o privada. No siempre surge espontáneamente desde el interior; muchas veces es inducida, sostenida o estratégicamente provocada por otro. Comprender esto implica ver que mantener a alguien en una situación de inseguridad puede ser una forma eficaz de controlar su pensamiento. Porque la inseguridad bloquea la duda, y sin duda, no hay transformación. Cuando alguien está desprotegido, atemorizado o a merced de otro, no puede arriesgarse a cuestionar la estructura que lo sostiene, aunque esa estructura lo dañe.
En muchos vínculos —parejas, amistades, relaciones familiares, entornos laborales— se sostiene deliberadamente un margen de inseguridad. La amenaza difusa de pérdida o abandono garantiza continuidad, aunque de una manera terrible. Dar seguridades, en cambio, es mucho más riesgoso: porque habilita la duda. Y una vez que el otro puede dudar, también puede cambiar. Incluso puede dudar de quien le dio seguridad.
Esto se ve también en la política. Los marcos de inseguridad —social, económica, cultural— son muchas veces administrados con habilidad: se invoca el miedo a la guerra, a la crisis, al colapso, para inhibir la crítica y justificar decisiones que limitan la soberanía. Se impone un relato de amenaza constante, y entonces el pensamiento se repliega, aceptando obediencia antes que análisis.
En la economía global es aún más evidente: cientos de millones de personas viven en una inseguridad estructural, donde cualquier intento de transformación personal —cambiar de trabajo, estudiar, migrar, decir “no”— implica un riesgo que no pueden asumir. Muchas de ellas saben que algo está mal, que están equivocadas al seguir en esa dinámica, pero no pueden permitirse dudar de su camino porque no tienen margen de error. Se juegan todo a cara o cruz. Y el pensamiento no puede florecer en la ruina.
Frente a ese entramado de inseguridades —afectivas, emocionales, laborales, económicas, sociales, políticas— en las que muchas veces estamos atrapados sin posibilidad real de transformación, quizá el primer gesto no sea actuar, sino reconocer los límites mismos de nuestro pensamiento. Advertir qué ideas hemos podido cuestionar y cuáles no. Qué certezas sostenemos no porque sean verdaderas, sino porque dudar de ellas nos pondría en riesgo. No todo lo que no cuestionamos es convicción; muchas veces es mera supervivencia.
A veces, lo que falta no es la duda, sino las condiciones mínimas para que esa duda sea posible. Cuando esas condiciones no existen, el primer paso no es pensar distinto, sino tomar conciencia de qué no hemos podido pensar. Y de por qué.
Reconocer el miedo que nos ha obligado a callar, la amenaza que ha vuelto impensables ciertas preguntas, no resuelve nada de inmediato. Pero sitúa con claridad dónde empieza el bloqueo. No transforma el entorno ni a nosotros mismos, pero al menos abre una grieta en la obediencia.
Una grieta desde la cual podamos ver por dónde se filtró el miedo: condición mínima para enfrentarlo y, quizás, algún día, sentirnos un poco más seguros.
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