Cuando pensar ya es ciencia ficción
[Tiempo de lectura: 6 minutos] La primera clase de Educación en Valores Cívicos de séptimo grado empezó con una palabra inusual proyectada en la pizarra digital: psicohistoria.
—La psicohistoria —dijo el profesor, caminando lentamente por el aula— es una idea tomada de la literatura de ciencia ficción, en particular de la saga Fundación, de Isaac Asimov. No vamos a leer ciencia ficción hoy, pero sí vamos a tomar prestado su enfoque. Asimov imaginó una ciencia que combinaba matemáticas, estadística, historia y psicología, capaz de prever el comportamiento colectivo de las sociedades. Nosotros no vamos a predecir nada, al menos por ahora. Pero si entendemos por qué y cómo la gente cree en ciertas ideas, también podremos pensar qué efectos sociales podrían tener esas creencias a mediano y largo plazo.
Hizo una pausa, recorriendo la clase con la mirada.
—Y para eso, primero tenemos que aprender a reconocer cómo se construyen los mensajes que buscan influir en lo que pensamos.
Algunos alumnos lo escuchaban con atención. Otros, confundidos. Uno o dos ya miraban por la ventana.
—Abran sus ordenadores portátiles —continuó—. Vamos a trabajar con la transcripción del discurso inaugural de un presidente muy mediático e influyente en la actualidad, que asumió el cargo hace apenas unos meses. Es un discurso real, que ocurrió en la vida real, y por eso es importante que aprendamos a analizarlo.
Un murmullo de inquietud recorrió la sala. El documento contenía treinta minutos de discurso ininterrumpido. Todos entendieron que no sería una clase ligera.
—Antes de comenzar el análisis —dijo el profesor— vamos a diferenciar dos cosas: lo falso y lo falaz. Lo falso se puede refutar con relativa rapidez buscando datos en fuentes confiables, ya sea en libros o en internet. En cambio, lo falaz es más complejo. Puede sonar razonable, incluso lógico. Pero en realidad, su estructura es engañosa. Requiere pensamiento crítico, capacidad deductiva, y cierto entrenamiento lógico para detectarlo.
Mostró en la pantalla el documento con anotaciones. En él había marcado 22 tipos de falacia. Insistió en el uso preciso del término:
—Tipos, no falacias. Porque en el texto hay muchas más falacias concretas. Estas son sólo las categorías generales que vamos a usar para clasificarlas.
—Sé que la lista es larga —dijo el profesor antes de continuar—, pero necesito que escuchen con atención. No basta con saber que existen falacias. Para entender cómo operan, tenemos que reconocer sus formas. Enumerarlas ahora no es un ejercicio de memorización, sino una manera de que vean la variedad y complejidad con la que los discursos pueden desviarnos sin que lo notemos. Algunas son obvias, otras son sutiles, pero todas tienen nombre y estructura.
Entonces se tomó el tiempo de mencionarlas una por una, sin prisas, mientras iban apareciendo en la pantalla: ad hominem, cuando se ataca a la persona en lugar de refutar sus argumentos; apelación al miedo, cuando se busca movilizar al oyente a través de amenazas o peligros inminentes; falsa causa, que supone una relación causal donde sólo hay coincidencia; generalización apresurada, que extrae conclusiones amplias a partir de pocos casos; hombre de paja, una estrategia clásica que consiste en tergiversar el argumento del otro para refutarlo más fácilmente; anécdota irrelevante, donde se utiliza un caso particular para desviar o invalidar argumentos generales; apelación a la autoridad, que pretende zanjar el debate invocando la opinión de figuras influyentes aunque no sean expertas en el tema tratado; pendiente resbaladiza, donde se afirma que una acción inevitablemente conducirá a consecuencias extremas sin demostrar esa cadena; apelación a la ignorancia, que dice que algo es verdadero simplemente porque no se ha demostrado lo contrario; y la falsa dicotomía, que presenta sólo dos opciones como si fueran las únicas posibles, cuando en realidad hay muchas más.
Después vinieron otras: la falacia de composición, que atribuye a un todo las propiedades de sus partes; la falacia de división, que hace lo contrario; la petición de principio, en la que la conclusión está contenida en las premisas; la apelación a la emoción, que manipula afectos para evitar argumentos racionales; la apelación al pueblo, que afirma que algo es verdadero porque mucha gente lo cree; la apelación a la tradición, que defiende una práctica por el solo hecho de ser antigua; la apelación a la novedad, donde lo nuevo se valora por el solo hecho de ser reciente; la carga de la prueba invertida, que obliga al otro a refutar lo que uno no ha demostrado; la falacia de accidente, que aplica una regla general a casos particulares inapropiadamente; la falacia de contexto, que saca frases o datos de su marco original; el argumento circular, que repite la conclusión como prueba; y finalmente, la falacia del alegato especial, que introduce excepciones arbitrarias para proteger una afirmación.
—Estos son los veintidós tipos de falacia presentes en el discurso —dijo el profesor, marcando con el puntero la lista completa—. Ahora que conocen el marco general, deben saber que en el discurso que vamos a analizar he identificado al menos cuarenta y cinco falacias concretas. Cada uno de ustedes trabajará con un tipo de falacia, sus ordenadores les indicarán cuál.
Marta levantó la mano. Su gesto era una mezcla de incredulidad y una ligera ofensa —aunque nadie en el aula entendió exactamente por qué—.
—Pero eso es imposible —dijo—. ¿Cómo una sola persona va a decir cuarenta y cinco falacias de veintidós tipos distintos en treinta minutos de discurso?
El profesor hizo una pausa. Percibió que tal vez se había adelantado demasiado, que había asumido como evidente algo que no lo era para todos. Respiró con calma antes de responder.
—Es una buena pregunta, Marta —dijo, con tono comprensivo—. Pero hay algo importante que debemos entender. Cuando escuchamos un discurso presidencial, no estamos oyendo simplemente a una persona improvisando. Lo que oímos es el resultado del trabajo de un equipo entero de expertos, probablemente los mejores en lo suyo, con formación en retórica, psicología, publicidad, análisis de opinión y comportamiento social. Un gabinete especializado en construir mensajes que impacten, que movilicen, que convenzan.
Hizo una pausa, recorriendo con la mirada al grupo.
—Por eso nos resulta tan difícil. Es una batalla desigual. Ellos tuvieron semanas para redactarlo, pulirlo, probarlo, y están formados para eso. Nosotros, en cambio, lo recibimos de golpe. Tenemos que interpretarlo, desmontarlo, entenderlo, sin preparación previa. Y precisamente por eso necesitamos hacer el análisis que estamos por comenzar: para aprender a identificar esos mecanismos, comprender no solo lo que se dice, sino cómo se dice. Y, sobre todo, para qué.
Una mano se alzó con fastidio. Era Pablo.
—¡Pero eso no es justo! ¡Es un trabajo difícil! ¡Y somos chicos!
El profesor lo miró con seriedad, pero sin reproche.
—Tienes razón. No es fácil. Pero estas cosas ya nos rodean, aunque no siempre lo notemos. A veces influyen en nuestras familias, en las noticias, en el barrio… Y cuando vienen de alguien tan influyente como un presidente, no solo afectan al país, sino que también pueden tener consecuencias a nivel global, como en el caso que estamos viendo hoy. Por eso vale la pena aprender a entenderlas.
Se acercó al escritorio, tomó un vaso de agua y añadió:
—La omisión del análisis crítico es parte del éxito de lo falaz. A diferencia de lo falso, que puede ser contrastado rápidamente y se derrumba con datos, lo falaz exige un esfuerzo mayor para ser desarmado. Por eso es tan efectivo.
Dibujó en la pizarra una flecha que iba de una premisa a una conclusión:
—“Si llueve, la calle está mojada.” ¿Lógico? Sí. Pero si ven la calle mojada y concluyen: “Ha llovido”, están suponiendo la causa sin comprobarla. Puede estar mojada por otras razones que no sean la lluvia. Esto por ejemplo es una falacia de tipo falsa causa.
Volvió a la pantalla general.
—Para este trabajo van a usar inteligencia artificial —dijo el profesor—. Igual que una calculadora sirve para resolver operaciones complejas sin reemplazar la comprensión matemática, la IA puede ayudarlos a identificar estructuras falaces mediante lógica y deducción. No analiza por ustedes, no saca conclusiones. Pero sí permite procesar más información, detectar patrones, y concentrar el esfuerzo donde importa: en el juicio crítico. El análisis final, la interpretación y las conclusiones deben ser suyas. La tecnología asiste, pero no piensa por ustedes.
La clase, en silencio, comenzó a trabajar en sus ordenadores, siguiendo las instrucciones en pantalla. Cada uno con su tipo de falacia asignado.
Justo entonces, Pablo abrió los ojos. Estaba en su cama. El despertador aún no había sonado. Sudaba. “¿La tarea?”, pensó angustiado. “¡La tarea de Educación Cívica!”
Se sentó sobresaltado, pero luego recordó: era solo una pesadilla.
No había ninguna psicohistoria. Ni tareas sobre discursos presidenciales. Ni falacias.
La tarea era otra: recortar y pegar imágenes de envases de plástico, vidrio, papel y cartón, y pegarlas en una hoja con contenedores de basura de distintos colores dibujados.
Suspiró aliviado.
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