[Tiempo de lectura: 7 minutos] Durante siglos, el destino de las naciones se jugaba en el terreno. Y pocos territorios fueron tan decisivos como la llanura que hoy conocemos como Polonia. Su ubicación —en el centro de Europa, entre Alemania y Rusia, entre el Báltico y el Mar Negro— la convirtió en una bisagra geopolítica, una franja abierta donde chocaron imperios, ideologías y ejércitos.
A diferencia de otras regiones europeas protegidas por montañas o mares, Polonia es una gran llanura sin barreras naturales. Por allí avanzaron los mongoles en el siglo XIII, las tropas suecas y otomanas en el XVII, Napoleón rumbo a Moscú y, más tarde, los ejércitos alemanes y soviéticos. Para unos fue corredor de conquista; para otros, escudo de defensa.
En el siglo XVIII, tras una serie de debilidades internas, Polonia fue repartida entre Rusia, Prusia y Austria. Desapareció del mapa por más de un siglo, pero siguió siendo clave: quien controlaba esa franja, accedía al corazón de Europa y a las estepas eslavas.
En 1939, Alemania y la URSS firmaron un pacto para repartirse Polonia. La invasión nazi desde el oeste y la soviética desde el este marcó el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Durante el conflicto, Polonia fue epicentro del Holocausto, escenario de exterminios masivos y desplazamientos forzados. Al finalizar la guerra, Polonia fue trasladada al oeste, perdió territorios ante la URSS y recibió otros del este alemán. En la Guerra Fría, volvió a ser zona de fricción entre el bloque soviético y la OTAN.
Hoy, como miembro de la UE y de la OTAN, Polonia es columna vertebral del apoyo occidental a Ucrania, frontera crítica frente a Rusia y plataforma logística de defensa. Su geografía la mantiene en el centro de la historia, pero ahora con un rol activo.
La historia de Polonia muestra cómo la geografía definió el destino de Europa. Fue escenario de imperios en disputa, sistemas en colapso y reconfiguraciones continentales. Hoy, su ubicación estratégica mantiene vigente su papel en el tablero geopolítico europeo del siglo XXI.
Los semiconductores: el centro neurálgico del poder global
En el siglo XXI, el eje del poder ya no está en territorios de paso, sino en un componente diminuto y omnipresente: el semiconductor. Estos chips, son el núcleo de prácticamente toda la tecnología moderna. Sin ellos, no hay computadoras, teléfonos, automóviles, satélites, comunicaciones ni defensa. La dependencia global es tal que su ausencia puede paralizar economías enteras. Desde la medicina hasta la inteligencia artificial, todo depende de estos bloques de silicio, cuya complejidad los convierte en bienes estratégicos.
Aunque existen desde mediados del siglo XX, su centralidad se consolidó en las últimas dos décadas. Con la expansión de internet, big data, redes móviles, automatización, IA y computación en la nube, los chips pasaron de ser un componente técnico a una infraestructura invisible.
El desarrollo de tecnologías como 5G, vehículos autónomos, robótica, computación cuántica y armas inteligentes depende del acceso a chips cada vez más pequeños, potentes y eficientes. En este contexto, los semiconductores se han vuelto un recurso tan estratégico como el petróleo en el siglo pasado.
ASML y el poder tecnológico de Países Bajos
En este nuevo orden, Países Bajos ocupa un lugar clave gracias a una sola empresa: ASML (Advanced Semiconductor Materials Lithography). Desde su sede en Veldhoven, produce las únicas máquinas de litografía ultravioleta extrema (EUV) del mundo, esenciales para fabricar los chips más avanzados.
Estas máquinas contienen más de 100.000 componentes, miles de sensores, espejos pulidos a escala atómica y una fuente de luz que reproduce el calor del sol en un solo punto focal. Cada unidad cuesta más de 150 millones de euros. No hay sustituto: quien quiera fabricar chips de vanguardia, necesita a ASML.
Este monopolio tecnológico convirtió a Países Bajos en un actor geopolítico inesperado. En 2019, EE.UU. presionó para frenar la exportación de estas máquinas a China, temiendo perder ventaja tecnológica y militar. En 2023, el gobierno neerlandés limitó esas exportaciones, incluso de tecnologías más accesibles, en coordinación con EE.UU. y Japón.
Así, un país pequeño, tradicionalmente neutral, quedó en el centro de una disputa global por el control del silicio. ASML se ha transformado en un actor estratégico del siglo XXI, y Países Bajos en su custodio.
La posición crítica de Taiwán en la economía global de semiconductores
Si Países Bajos controla la tecnología, Taiwán lidera la producción. Allí se fabrica más del 60% de los semiconductores globales y más del 90% de los más sofisticados, aquellos de 5 nanómetros o menos. La mayoría pertenece a una sola empresa: TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company).
Fundada en 1987, TSMC fue pionera en un modelo innovador: fabricar chips diseñados por terceros. Este enfoque permitió a empresas como Apple, Nvidia y AMD externalizar la parte más costosa del proceso. Hoy, TSMC produce los procesadores que sustentan la mayor parte de la infraestructura digital del mundo.
Pero su liderazgo se asienta en una isla con una historia de conflicto. Taiwán fue parte del Imperio Qing, colonia japonesa entre 1895 y 1945, y refugio del gobierno nacionalista chino tras la guerra civil. Desde 1949, funciona como un Estado soberano de facto, con democracia y economía de mercado. Sin embargo, la mayoría de los países —incluidos EE.UU. y la UE— no lo reconocen oficialmente por la política de “una sola China”.
Esta política, promovida por Beijing, sostiene que solo hay un gobierno legítimo para toda China, incluyendo Taiwán. Como condición diplomática, exige a los países romper vínculos oficiales con la isla. China la considera una provincia en rebeldía y no descarta su “reunificación” por la fuerza.
Taiwán defiende su autonomía, mientras EE.UU. mantiene una postura ambigua: no reconoce formalmente a Taiwán, pero lo respalda militar y económicamente. La isla, ubicada frente al principal rival geopolítico de Occidente, se ha convertido en un punto de tensión global. Un conflicto allí interrumpiría la cadena global de semiconductores, afectando industrias clave en todo el planeta.
La nueva bisagra del mundo en el siglo XXI
Taiwán ocupa una posición central en el equilibrio global. Su geografía, historia política y especialización tecnológica la convierten en un foco de tensiones donde convergen intereses estratégicos e industriales. Esta no es una disputa exclusivamente territorial. La arquitectura del poder global depende hoy de tecnologías críticas producidas por dos empresas privadas —TSMC y ASML— sin accionistas mayoritarios, sujetas a decisiones de mercado pero inmersas en un tablero geopolítico altamente sensible.
La bisagra del mundo ya no es solo geográfica: es tecnológica, económica y estructural. Se juega en fábricas, rutas logísticas, acuerdos comerciales y arquitecturas basadas en semiconductores. Así como Polonia fue durante siglos el punto donde colisionaban imperios por el dominio de Europa, hoy Países Bajos y Taiwán concentran en su infraestructura productiva la tensión entre potencias que disputan el control del sistema global. Allí, más que en las fronteras tradicionales, se define el presente y el futuro del mundo contemporáneo.
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