📲 Seguir en WhatsApp

¿Por qué los aranceles a China no significan lo mismo que los aranceles a Europa?

[Tiempo de lectura: 8 minutos] Durante las primeras décadas del siglo XIX, China era la principal potencia del este asiático, con una estructura imperial consolidada, una economía agraria altamente productiva y una cultura que se concebía a sí misma como el centro civilizado del mundo. El término Zhōngguó (中国) —“Imperio del Centro”— no era una simple etiqueta geográfica, sino una afirmación política y cosmológica: China se veía como el eje natural del orden, alrededor del cual giraban civilizaciones menores, en una jerarquía tributaria que reflejaba tanto la superioridad moral como la estabilidad institucional del sistema dinástico.

En términos económicos, China era una potencia preindustrial manufacturera. Su agricultura, basada en técnicas intensivas y sistemas de irrigación bien desarrollados, garantizaba una seguridad alimentaria sostenida. Sobre esa base florecían sectores artesanales de altísima sofisticación: la seda, la porcelana y el té no solo eran bienes de lujo en Europa, sino símbolos de una capacidad técnica que el continente admiraba sin poder replicar. El té chino, en particular, se convirtió en una obsesión nacional para Inglaterra desde el siglo XVIII, hasta representar el 90% de sus importaciones desde China a comienzos del siglo XIX.

El comercio con potencias europeas, sin embargo, estaba severamente restringido. Solo se permitía en el puerto de Canton (Guangzhou) y bajo estricta supervisión del Estado. Además, el imperio no mostraba interés por los productos europeos, considerados inferiores o irrelevantes para la economía china. Como las autoridades exigían que las transacciones se realizaran exclusivamente en plata, se generó un desequilibrio crónico en la balanza comercial: el Reino Unido —recién salido de la Revolución Industrial— exportaba grandes cantidades de plata hacia China, pero no lograba vender productos en proporción. Este flujo unidireccional debilitaba las reservas monetarias británicas y se convertía en una anomalía estratégica que el imperio, ya en plena expansión global, no estaba dispuesto a sostener indefinidamente.

El Imperio Británico, a través de la Compañía Británica de las Indias Orientales, inició una estrategia para revertir la balanza comercial desfavorable. Cultivó opio en la India británica y lo introdujo ilegalmente en China mediante comerciantes privados apoyados por la diplomacia imperial. Así, la plata que antes fluía hacia China comenzó a salir de ella, y el opio pasó de mercancía marginal a elemento estructural en la economía informal del imperio.

En 1839, las exportaciones británicas de opio a China superaban las 1.400 toneladas anuales. La adicción se extendía por todas las clases sociales. El Estado Qing, frente a una crisis sanitaria y moral, intentó frenar la entrada del opio. La respuesta británica fue la guerra. La Primera Guerra del Opio (1839–1842) culminó con el Tratado de Nankín, que impuso la apertura forzada de puertos, la legalización del opio, el pago de indemnizaciones y la cesión de Hong Kong. A ello le siguieron otros tratados similares.

Las consecuencias fueron devastadoras. La economía se desestructuró, la industria artesanal colapsó, y el tejido social fue dañado por la expansión de la adicción. Hacia 1880, las exportaciones británicas de opio superaban las 6.500 toneladas anuales. Se estima que cerca del 27% de la población masculina adulta era adicta al opio a fines del siglo XIX. China, que había sido un centro civilizatorio, se convirtió en una economía intervenida y un territorio fragmentado. El opio no fue solo una mercancía: fue la arquitectura silenciosa de una rendición estructural.

La prohibición efectiva del opio no llegó hasta la consolidación del poder del Partido Comunista de China en 1949. Fue uno de los primeros gestos simbólicos del nuevo régimen, marcando el cierre del ciclo de sometimiento y el inicio de un proyecto de reconstrucción soberana. El Partido no se presentó solo como vencedor de una guerra civil, sino como el sujeto político que pondría fin a más de un siglo de humillaciones extranjeras.

Ese relato se articuló en torno a la noción de “siglo de humillación” (1839–1949), categoría histórica y emocional que estructura la memoria colectiva moderna. Las Guerras del Opio, los tratados desiguales, la invasión japonesa y la pérdida de territorios son leídos como una cadena de despojos frente a la cual la fundación de la República Popular no es solo una respuesta política, sino una reparación existencial.

Esta narrativa está institucionalizada: se enseña en las escuelas, se conmemora en fechas patrias, atraviesa los museos, libros de texto, y los discursos del Estado. También se expande en la cultura popular: películas, series, novelas y videojuegos recrean episodios de ocupación y resistencia. La idea que se transmite es clara: la humillación no fue el fin, sino el origen de una nueva conciencia nacional.

Los aranceles de Trump como espejo: donde Occidente pierde sentido, China encuentra reafirmación

En 2025, cuando el gobierno de Donald Trump impone una nueva ola de aranceles, no solo contra China sino también contra sus aliados históricos —como Alemania, Japón o Francia—, lo que se quiebra en Occidente no es simplemente un tratado comercial, sino el relato fundacional del capitalismo liberal, sostenido desde la posguerra sobre axiomas como el libre comercio, la apertura de mercados, la neutralidad de la economía frente a la política y la interdependencia como principio de orden global.

El uso del proteccionismo como arma estratégica contra aliados, rompe la lógica del beneficio mutuo y expone una grieta entre los principios proclamados y el ejercicio real del poder. Para Europa y otros socios tradicionales de EE.UU., los aranceles significan más que una pérdida económica: representan un golpe simbólico. El garante del orden liberal deja de garantizarlo. El mercado ya no aparece como un espacio neutro: se convierte en un campo de batalla.

Para China, en cambio, ese mismo gesto actúa como confirmación. El Partido Comunista no concibe al mercado como una entidad autónoma, sino como una herramienta del Estado. Desde 1949, el modelo chino combina planificación estatal, protección selectiva y apertura controlada. Las reformas no apuntan a rendirse al orden global, sino a integrarse sin ceder el control sobre sus decisiones estratégicas.

El plan “Made in China 2025”, lanzado hace más de una década para reducir la dependencia tecnológica y liderar sectores clave, alcanza ya más del 86% de sus metas, consolidando a China como líder mundial en trenes de alta velocidad, baterías, paneles solares, robótica y vehículos eléctricos. Las sanciones no debilitan esta política: la aceleran. El desacoplamiento no sorprende a China: forma parte de su hipótesis de base. Lo que en Occidente se experimenta como crisis, en China se vive como validación.

El relato chino no se debilita frente al conflicto: se reafirma como expresión de una coherencia histórica sostenida. En el siglo XIX, una potencia extranjera utilizó el comercio para socavar su soberanía; hoy, frente a nuevas formas de presión económica, China no acusa ruptura, sino que reafirma los fundamentos que cultiva de forma constante durante más de siete décadas. Fundamentos no solo estratégicos, sino también históricos, culturales y morales, que estructuran su proyecto nacional desde 1949. Mientras en Occidente los aranceles abren una grieta entre los principios fundacionales del libre comercio y el ejercicio real del poder, en China actúan como confirmación de una lectura del mundo que nunca disocia economía y política, soberanía y desarrollo. En esa asimetría de interpretación no solo se confrontan dos modelos; también se revelan dos horizontes distintos: entre quienes experimentan un punto de quiebre y quienes leen en el conflicto la confirmación de su continuidad y ascenso.


Discover more from odradek

Subscribe to get the latest posts sent to your email.

Leave a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *