La derrota como camino roto
[Tiempo de lectura: 9 minutos] Vivimos en una sociedad que entiende la derrota como sinónimo de fracaso. El éxito se impone como el valor principal, y todo parece girar en torno a alcanzarlo. Triunfar es escalar, llegar más lejos, destacar por encima de otros. En esa lógica, la derrota no es apenas un momento de tránsito o de aprendizaje, sino una marca de insuficiencia. La competitividad se ha convertido en el lenguaje cotidiano: en el mercado, donde cada producto busca imponerse; en la economía global y personal, estructuradas en función del rendimiento y crecimiento constante; en las estructuras laborales, donde se espera que cada trabajador sobresalga para mantenerse vigente; en los deportes que jugamos o seguimos con fervor, donde la identidad se construye en torno a ganar o perder. Incluso en la vida cotidiana: en el vecino que consigue más, en la cantidad de reacciones, emojis o likes que recibimos y que terminan funcionando como medida pública de reconocimiento.
Bajo esta lógica, la derrota no se tolera: se oculta, se disfraza, se niega. Porque aceptar una derrota sería aceptar que no somos lo que deberíamos ser. Que fallamos. Que no estuvimos a la altura. La derrota se convierte en una vergüenza íntima, en un acontecimiento que interrumpe no sólo un objetivo, sino la validez de nosotros mismos.
Hemos llegado a normalizar esa asociación entre derrota y fallo, entre perder y no valer. Y con ello, a suponer que toda derrota implica necesariamente que alguien más ha ganado. Pero si nos detenemos a mirar más de cerca lo que sentimos cuando nos sabemos derrotados, descubrimos que esa experiencia no siempre necesita de un otro que nos haya superado. A veces, basta con que algo no haya sucedido como esperábamos, o que lo que sucedió no haya alcanzado a sostener lo que proyectábamos. La derrota, en muchos casos, no se impone desde fuera: se instala como una pérdida íntima, como la interrupción de una previsión que creíamos estable, de un trayecto que imaginábamos asegurado.
La palabra derrota proviene del latín dirupta, que significa romper, partir, hacer pedazos. En su origen, la derrota no era una humillación pública, sino una fractura. Una ruptura: algo que se interrumpía violentamente. Más tarde, el término se consolida en el ámbito de la navegación, donde designa la trayectoria que una embarcación sigue o tiene prevista sobre el mar. En ese contexto, estar derrotado no implica haber perdido frente a alguien, sino haber perdido el rumbo: desviarse del trayecto, no poder continuar por la línea trazada, quedar fuera de curso. La derrota aparece como la experiencia del desvío: un camino roto.
Sentirse derrotado no es siempre no haber llegado, ni haber sido vencido por otro. A veces, es simplemente no saber ya cómo seguir. Es una pérdida de dirección, no por una meta fallida, sino por no poder continuar el trayecto como estaba previsto. Incluso en medio del éxito —cuando lo deseado se ha cumplido— puede aparecer ese momento de desconcierto en el que el sentido que nos guiaba ya no puede sostenerse de la misma manera. No porque se haya agotado, sino porque ya no ofrece un rumbo claro. La derrota puede surgir ahí: en el intervalo entre lo que ya no puede seguir igual y lo que aún no ha cambiado.
Hay derrotas que nacen del fracaso: cuando no alcanzamos lo que buscábamos, cuando algo que esperábamos no sucede, o sucede de forma irremediablemente distinta. Pero también hay derrotas que surgen del éxito. Porque cumplir un deseo, alcanzar una meta, también puede dejar al descubierto un vacío. El sentido que nos movía se ha cumplido, y con ello se transforma: ya no puede seguir operando del mismo modo. Lo que antes nos guiaba sigue ahí, pero ya no puede sostenernos como antes. Aún no ha sido reemplazado, pero su función ha cambiado. Ese intervalo, ese momento sin dirección clara, también puede vivirse, paradójicamente, como una forma de derrota.
Desde el punto de vista neurobiológico, el ser humano está configurado para anticipar. Nuestro cerebro no responde sólo a lo que ocurre, sino que trabaja constantemente sobre lo que espera que ocurra. Esa capacidad de previsión nos permite orientarnos, planificar, actuar con propósito. A nivel químico, este sistema se sostiene en gran parte por la dopamina: no como molécula del placer, como suele decirse, sino como reguladora de la expectativa. El cerebro libera dopamina cuando anticipa una recompensa, cuando percibe que una acción conduce a un resultado deseado. El sentido, en este esquema, se construye sobre cadenas de predicción: el mundo cobra forma en función de lo que creemos que va a pasar.
Pero esas previsiones no son absolutas: se exponen constantemente al contraste con la realidad. Y cuando lo hacen, nos enfrentan a un umbral de cambio. El cerebro entra entonces en uno de dos estados posibles: fracaso de previsión o cumplimiento de previsión. En el primer caso, aquello que se esperaba no sucede: el resultado no llega, la recompensa no aparece, el mundo no responde como se preveía. Esto genera un “error de predicción” que activa la amígdala, intensifica el estrés, y fuerza a la corteza prefrontal a reevaluar las rutas cognitivas y emocionales.
En el segundo caso —el cumplimiento de la previsión— ocurre algo más sutil pero igual de complejo: la dopamina cae bruscamente luego del logro. La expectativa se ha cumplido, pero el sistema deja de estar activado. El sentido se ha consumado, y con ello, se desactiva la tensión que lo sostenía. Si no aparece una nueva dirección, lo que sigue es desconcierto. Tanto el fracaso como el cumplimiento de una previsión pueden producir una pérdida de sentido.
En ambos casos, el organismo debe realizar un trabajo de reorganización profunda. No es solo una reacción anímica, sino un esfuerzo físico, químico y simbólico. El sistema límbico modula la respuesta emocional, la corteza prefrontal debe generar nuevas proyecciones, y el cuerpo entero se adapta. Si ese trabajo falla, lo que persiste es desconcierto: el horizonte desaparece, el rumbo se vuelve difuso. No es solo que algo se perdió: no sabemos cómo nombrar lo que sigue.
Estar derrotado, entonces, es quedar en ese umbral en que lo que nos guiaba se ha roto y lo nuevo aún no ha emergido. Es habitar un terreno incierto, donde la dirección ha sido interrumpida, y donde el riesgo no es esa interrupción, sino la imposibilidad de elaborar un nuevo rumbo.
El duelo como combate entre dos
Ese trabajo de elaboración es lo que llamamos duelo. Y el término, como la experiencia que nombra, es doble. Proviene del latín dolus —dolor—, pero también de duellum —combate entre dos—. El duelo es a la vez una herida y una confrontación. Un proceso de pérdida, pero también una tensión entre dos fuerzas: aquello que ya no está y aquello que todavía no ha llegado. En toda derrota —tanto la que nace del fracaso como la que surge del cumplimiento— se abre un duelo. No por lo perdido solamente, sino por el sentido que organizaba lo que hacíamos, y que ahora se ha vuelto inaccesible.
Desde una perspectiva neurobiológica, el duelo implica un conflicto interno entre sistemas. El sistema límbico y la corteza prefrontal deben coordinarse para procesar el cambio de escenario: la emoción de la pérdida y la necesidad de reorganización cognitiva. Es un diálogo tenso entre el registro emocional de lo que ya fue y la búsqueda de un nuevo esquema que permita seguir adelante. Es, en términos simbólicos, un conflicto entre pasado y porvenir. Cuando ese conflicto puede habitarse, el cerebro realiza una reconfiguración: permite renombrar el mundo, integrar la pérdida, generar nuevas proyecciones.
Pero si ese conflicto no se elabora, se desplaza. Y en una sociedad que ha convertido toda experiencia en competencia, ese desplazamiento adquiere una forma predecible: lo que debería ser un conflicto interno —entre lo que ya no somos y lo que aún no podemos ser— se transforma en un combate con el afuera. El duelo, que podría vivirse como un proceso entre dos tiempos del yo, se traduce bajo la lógica dominante como un enfrentamiento entre dos sujetos. Si algo se ha perdido, entonces alguien ha ganado. Si yo estoy derrotado, es porque otro ha ocupado ese lugar. El duelo no elaborado se convierte así en acusación abierta o envidia encubierta, en hostilidad proyectada. No porque la pérdida lo exija, sino porque creemos que todo lo que falta en uno, lo tiene otro. Es ahí donde la derrota se convierte en causa del conflicto, y no en su consecuencia.
Hemos aprendido a entender la vida bajo la lógica de un juego de suma cero: donde todo lo que uno pierde, otro lo gana. Así, imaginar que si estoy derrotado alguien debió haberme vencido se vuelve casi automático. Cada pérdida parece confirmar una victoria ajena. Pero la derrota no tiene por qué ser provocada por alguien. Hay caminos que se rompen porque cambian de forma, porque el sentido cambió; trayectos que se agotan o se reformulan, deseos que se cumplen —o que se cumplen de modo distinto al esperado—, previsiones que no resultan como imaginábamos. No tiene por qué haber enemigos. Pero sí hay interrupción.
El duelo necesita tiempo, necesita espacio. No ocurre en la continuidad, sino en la pausa. Exige detenerse para poder reconfigurar el rumbo, elaborar lo que ya no está y permitir que algo nuevo tome forma. Pero también necesita una dirección: hay que reorientarse. Y cuando ese espacio psíquico no se habilita, cuando el duelo es interrumpido o desplazado, el sentido anterior persiste, pero ya sin marcar el rumbo, no permitiendo emerger una nueva forma de orientarse.
En ese punto, el cerebro —desprovisto de una estructura de previsión que articule pasado y futuro— tiende a sustituir ese vacío con gratificación inmediata. Se activa otro circuito, más primitivo, orientado a obtener microestímulos que mantengan el sistema dopaminérgico en funcionamiento. Likes, notificaciones, compras, logros inmediatos. No se evita el duelo porque no duela, sino porque no se permite al sistema cruzar el umbral que lo haría posible. Y ese umbral está del otro lado del dolor, del otro lado de la interrupción.
Vivimos suspendidos entre lo que ya no sostiene y lo que aún no sabemos nombrar. Reaccionamos sin proyectar, nos movemos sin dirección. La urgencia por llenar el vacío reemplaza la posibilidad de atravesarlo. Así, la vida se llena de actividad sin transformación: una cadena de estímulos que mantiene ocupada la superficie, mientras en el fondo todo permanece igual.
Por eso necesitamos entender que la vida no es —ni debe ser— un juego de suma cero. En nuestras relaciones, vínculos y proyectos más íntimos, no se trata de ganar si otro pierde, ni de asumir que lo que no logramos fue arrebatado por alguien más. Se trata de construir algo que no deba realizarse a expensas de otro. La vida, en su forma más plena, es un juego de suma no cero: solo ganamos si nadie pierde del todo. Solo hay porvenir si hay espacio para que todos los recorridos puedan reformularse sin ser anulados. Y eso implica asumir los duelos: aceptar las derrotas no como fracasos que nos definen, sino como interrupciones inevitables en la continuidad del sentido.
El duelo es, en ese sentido, un trabajo con nuestro pasado. Una despedida de lo que ya no nos sostiene, para imaginar lo que aún no tiene forma. No hay futuro sin esa despedida, ni nuevo sentido sin aceptar que el anterior se ha roto. Estar derrotado antes de luchar es, muchas veces, no haber hecho ese duelo. No con otros, sino con uno mismo: con el deseo que ya no puede sostenerse —por fracaso o cumplimiento—, con el rumbo que ya no lleva a ninguna parte, con la estructura que debe dejarse atrás para que algo nuevo comience.
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