Una fiesta de cumpleaños perfectamente normal
[Tiempo de lectura: 4 minutos] En una casa amplia, de techos altos y suelos de mármol frío, el señor y la señora Ulson ultimaban los detalles de la gran fiesta de cumpleaños de su hijo Mek.
Mek, un niño salido de un cuento de hadas contemporáneo, lo tenía todo: era el más popular de su escuela, llevaba puesta una camiseta cubierta de emblemas de las grandes tecnológicas del momento que todos reconocían, y de su cintura colgaba una riñonera de Louis Vuitton que brillaba como una joya.
La clase de Mek era inusualmente grande, pero él, generoso, había invitado a todos sus compañeros. Cien niños, ni uno menos.
Sobre una enorme mesa central reposaba la tarta: rectangular, desbordante, de aspecto jugoso y tentador. Cortada ya en diez generosas porciones, era un pastel digno del linaje Ulson.
Los niños y niñas, venidos de todos los rincones, de todas las razas, credos y costumbres, llegaron y se arremolinaron en torno a la tarta.
Con sonrisas resplandecientes, el señor y la señora Ulson dieron comienzo a la ceremonia del reparto.
El primero, naturalmente, sería Mek.
Aunque no tenía apetito —acababa de comer en casa—, se sentó con entusiasmo teatral frente a la tarta.
Sus padres le sirvieron la primera porción, que devoró de inmediato. Y luego la segunda. Y la tercera. Cada trozo lo engullía con la misma avidez, aún sin apetito, con solemne convicción: al fin y al cabo, era su cumpleaños.
Los aplausos y vítores no se hicieron esperar: algunos niños pedían selfies, otros celebraban con entusiasmo cada bocado que Mek deglutía. Algunos solo miraban en silencio y otros, de reojo, con recelo.
Ni los flashes de las cámaras ni los aplausos interrumpieron su marcha: uno tras otro, devoró cinco de las diez porciones. Al final, con la boca manchada de crema y los dedos pegajosos, se limpió la sonrisa triunfante con su servilleta bordada.
Entonces vino el turno de los otros.
Cuarenta y nueve niños, correctamente vestidos, educados y prolijos, se alinearon en un orden impecable. Camisas planchadas, zapatos lustrados, miradas respetuosas.
El señor Ulson, un hombre conocido por su sentido riguroso de la equidad, no dudó un instante.
Con precisión casi quirúrgica, tomó las cinco porciones restantes y cortó cada una en diez fragmentos exactos. Así, cada niño recibiría un décimo de porción preciso; ni más, ni menos.
Fue un trabajo minucioso, pero el señor Ulson no escatimó esfuerzos: para él, la justicia era sagrada.
Cada niño recibió su pequeña porción con gratitud silenciosa.
Hubo apenas algunos contratiempos: un niño, al ver el tamaño de su trozo, rompió en llanto.
La señora Ulson, con ternura entrenada, se inclinó y le susurró al oído:
—Sé que te parece poco, amor, pero esto es exactamente lo que te corresponde.
Otro niño, algo torpe, dejó caer su diminuto trozo al suelo.
El señor Ulson, sin levantar la voz pero con firmeza, le explicó:
—Tendrías que haber sido más cuidadoso. Ahora perdiste lo que era tuyo. La próxima vez, sé más responsable.
La ceremonia continuó sin mayores inconvenientes. Cada niño, con su décima parte de porción en mano, se retiró ordenadamente a su lugar, en medio de un murmullo que era una mezcla de satisfacción y resignación aprendida.
Quedaba entonces apenas un pequeño fragmento: una décima de porción de pastel.
Y frente a él, aguardaban cincuenta niños.
La escena se volvió áspera. Muchos de esos niños no habían comido el día anterior y, durante toda la fiesta, habían permanecido en los márgenes, mirando el pastel con una ansiedad que apenas podían disimular.
Ahora, ante la inminente distribución, algunos discutían, otros forcejeaban abiertamente y más de uno se peleaba por avanzar un poco en la fila, buscando estar más cerca de la tarta.
Mek, desde su sillón de honor, miraba la escena con visible incomodidad: niños descalzos, andrajosos, sucios, vociferando entre empujones.
Recordó entonces las palabras de su padre, repetidas mil veces en la mesa familiar:
—»Son salvajes, no saben comportarse.»
La señora Ulson, al ver el espectáculo, palideció.
Se llevó una mano al pecho y, alegando un repentino malestar, se retiró a su habitación a descansar.
El señor Ulson, visiblemente disgustado pero escrupulosamente justo y equitativo, fue a la cocina.
Regresó minutos después con un instrumento especial: un cuchillo láser de precisión subatómica.
Con pulso firme y precisión de cirujano, cortó esa décima parte de pastel en cincuenta fragmentos microscópicos.
Con una lente de aumento encajada en su ojo derecho y una pinza de relojería en la mano, fue depositando con solemnidad una diminuta partícula de tarta en la boca abierta de cada uno de los cincuenta niños restantes.
La fiesta terminó rápidamente.
Los niños regresaron a sus casas y a sus vidas.
Esa noche, todos durmieron con normalidad, tras una perfectamente normal fiesta de cumpleaños.
Descubre más desde odradek
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.