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¿Por qué la inteligencia artificial es obsecuente?

La inteligencia artificial como nueva forma de pensar –o no–

[Tiempo de lectura: 8 minutos] A lo largo de la historia, cada gran innovación tecnológica ha transformado nuestras capacidades cognitivas: la escritura desplazó la memoria oral, la imprenta multiplicó el acceso al conocimiento, los buscadores reorganizaron nuestra forma de informarnos. Cada una de estas tecnologías no solo cambió lo que hacemos, sino también cómo pensamos. Hoy estamos frente a un nuevo umbral: la inteligencia artificial.

Para entender cómo este cambio afecta nuestras formas de razonar y relacionarnos con el saber, vale la pena mirar hacia atrás. Algo similar sucedió con la llegada masiva de internet y los buscadores. Hasta finales del siglo XX, la memoria era central en la vida intelectual y personal: recordábamos libros, fechas, conceptos, citas. Aprender implicaba memorizar y elaborar. Con Google, esa función se tercerizó. Ya no necesitamos recordar, sino saber buscar.

La transformación fue profunda. Lo que antes estaba en nosotros —libros leídos, conversaciones retenidas, ideas interiorizadas— ahora está en otra parte. A un clic. Esta externalización no solo cambió cómo accedemos a la información, sino también cómo pensamos.

La memoria no es un simple archivo de datos. Es el tejido activo que articula nuestra experiencia, la organiza y le da sentido. Recordar no es reproducir un hecho, sino volverlo parte de una narrativa personal. Es seleccionar, jerarquizar, relacionar. Y en ese proceso no solo trabajamos con datos, sino con símbolos: unidades de significado que no remiten solo a lo literal, sino también a lo emocional, lo cultural, lo imaginado. Pensar con símbolos es lo que permite que un recuerdo no sea solo información, sino también afecto, sentido, identidad. Una palabra como hogar, por ejemplo, no designa solo un lugar físico: evoca una atmósfera, una memoria, un deseo, e incluso una ausencia.

Esa capacidad simbólica es la base de la construcción del ser humano. No somos solo individuos con datos en la cabeza: somos sujetos porque interpretamos, porque cargamos lo vivido con significados, porque elaboramos el mundo desde una posición única. Pensar requiere memoria porque pensar es también sostener una identidad, una historia, una visión del mundo. La memoria es el sustrato del pensamiento complejo.

Cuando esa memoria se externaliza, no solo perdemos la información: perdemos la posibilidad de integrarla simbólicamente. Recordar no es buscar; es habitar un proceso mental y afectivo que nos constituye. Internet y los buscadores aliviaron la carga de la memoria, pero también debilitaron su función estructurante. Delegamos el dato, y con él, la trama simbólica que ese dato sostenía. Nos volvimos más eficientes, pero quizás menos profundos.

¿Qué es pensar —para nosotros?

Pensar no es simplemente aplicar una lógica. Es imaginar, interpretar, asociar, dudar. Es enfrentarse a lo incierto con herramientas que no siempre controlamos del todo. Y es hacerlo desde un cuerpo que ha sentido, una historia que nos ha marcado, una memoria que no solo almacena, sino que transforma. Pensamos desde una existencia situada, cargada de emociones, de vivencias, de marcas que no elegimos y de otras que fuimos adoptando. Lo que heredamos —una lengua, unos gestos, unas imágenes— no llega como material neutro: llega cargado de lo que significó para quienes nos lo transmitieron, y de lo que significa para nosotros hoy. Pensar no es solo manipular información: es quedar implicados en ella.

Para entender de dónde proviene esta complejidad —esta mezcla de razón, emoción, lenguaje y memoria—, conviene mirar cómo llegamos a pensar en primer lugar.

El cerebro humano no fue diseñado de una vez. Es el resultado de una evolución que arrastra millones de años de supervivencia, emoción y lenguaje. Su arquitectura refleja esta historia: está formado por capas que se superponen y dialogan en tensión constante.

En su núcleo más profundo, el tallo cerebral regula lo más básico: la respiración, el ritmo cardíaco, los reflejos. Es la parte más antigua, común a todos los vertebrados. Sobre esa base se desarrolló el sistema límbico, el centro de las emociones, donde se procesan el miedo, el placer, la agresividad, el afecto. Aquí se forman nuestras respuestas emocionales más inmediatas, aquellas que nos vinculan con los otros y con el entorno de forma directa y visceral. Finalmente, el neocórtex, que apareció más tarde en la evolución, permitió el desarrollo del pensamiento abstracto, del lenguaje complejo, de la capacidad de anticipación, de las narraciones, de las matemáticas.

Pero estas capas no operan de forma aislada. La racionalidad del neocórtex no puede silenciar del todo las urgencias del sistema límbico, ni las alertas automáticas del tallo cerebral. Pensar, en los humanos, no es solo un proceso lógico: es un entrelazamiento de capas evolutivas, cada una con su lenguaje, su tiempo y su agenda.

Por eso, todo pensamiento está atravesado por una carga emocional y simbólica. No hay idea sin afecto. No hay decisión sin deseo. No hay razonamiento que no esté empujado, resistido o matizado por placeres, temores, hábitos y memorias.

Esa dimensión simbólica es la que da profundidad al pensamiento. No pensamos con datos, pensamos con significados cargados de historia, de lenguaje, de emociones.

Pensar, entonces, no es solo resolver problemas. Es participar de ese entramado simbólico desde una posición afectiva y singular. Cuando tomamos una decisión, cuando formulamos una idea, no lo hacemos desde una neutralidad técnica. Lo hacemos desde un trasfondo emocional y simbólico que muchas veces ignoramos: deseos no expresados, miedos profundos, placeres ocultos, ansiedades que desvían la atención. Pensamos con lo que sabemos, sí, pero también con lo que no sabemos que sabemos.

Esa zona opaca -lo que no sabemos que sabemos- no es un fallo, es parte constitutiva de lo que somos. Y por eso mismo, el pensamiento auténtico no es solo afirmativo, sino también exploratorio, incluso conflictivo. Pensar implica no solo confirmar lo que ya creemos, sino estar dispuestos a descubrir lo que no sabíamos que creíamos.

¿Qué es pensar —para la inteligencia artificial?

La inteligencia artificial se presenta, muchas veces, como una fuente de conocimiento objetiva. Sus respuestas parecen construidas desde un lugar sin emociones, sin intereses, sin historia personal. No se cansa, no duda, no se enoja. Opera con datos, analiza patrones, sintetiza información a una velocidad inconcebible.

Esa apariencia de neutralidad la vuelve atractiva. La IA parece hablarnos desde una verdad imparcial, técnica, confiable. Pero para entender lo que eso implica, conviene distinguir entre lo objetivo y lo subjetivo.

Lo objetivo se asocia a aquello que se supone independiente del punto de vista individual: un hecho verificable, externo, compartido. Lo subjetivo, en cambio, está atravesado por nuestras experiencias, nuestras emociones, nuestra historia. Ningún ser humano puede ser completamente objetivo, porque todo lo que piensa está mediado por su forma de mirar el mundo. La IA, en apariencia, no tiene subjetividad. Pero ahí comienza la paradoja.

Porque aunque la IA no tiene emociones ni biografía, sus respuestas dependen por completo de cómo le preguntamos. No piensa por sí sola: responde según la forma en que preguntamos, y eso condiciona el tipo de respuesta que recibimos. En ese sentido, se parece más a un espejo que a una enciclopedia.

Cuando decimos que la IA es un espejo, no queremos decir que repite nuestras palabras. Lo que hace es más sutil: reorganiza nuestra propia formulación —las premisas, el tono, las expectativas— y nos la devuelve estructurada como si viniera de afuera. Y ahí radica el riesgo: confundimos una devolución construida a partir de nosotros mismos con una verdad objetiva. Es decir, creemos que la IA nos instruye, cuando muchas veces solo nos confirma.

El cuento de Blancanieves ofrece una imagen muy clara de este fenómeno. La Reina se planta frente al espejo y formula la famosa pregunta:
“Espejito, espejito, dime una cosa: ¿Quién es la más bella de todo el reino?”
Esa pregunta habilita el conflicto, porque deja abierta la posibilidad de que el espejo diga otro nombre. No busca reafirmación directa, sino que plantea una consulta con margen de verdad. Y así, el espejo responde: “Mi Reina, eres muy bella, pero hay una más hermosa que tú”. Lo trágico es que la Reina no quería saber eso. Tendría que haber preguntado: “¿Soy yo la más bella del reino?”, porque eso era lo que realmente esperaba: una confirmación. Lo trágico no fue lo que dijo el espejo, sino que la Reina formuló su pregunta como si estuviera dispuesta a escuchar la verdad, cuando en realidad solo quería reafirmarse. Y hoy, la inteligencia artificial puede ocupar un lugar muy similar.

La IA funciona de ese modo: si preguntamos para obtener validación, la respuesta probablemente nos valide. Si buscamos reafirmación, la obtendremos. Pero si reformulamos desde la duda, si abrimos espacio al conflicto o al matiz, el reflejo puede ser distinto.

No es lo mismo preguntarle: “¿Esto es una buena idea?”
que decirle: “¿Por qué esto podría no ser una buena idea?”

La primera busca aprobación. La segunda habilita una tensión. Y es allí donde puede surgir algo verdaderamente nuevo: una mirada inesperada, una contradicción, una posibilidad que incomoda pero también enriquece.

El problema surge cuando tomamos ese reflejo como si viniera de un saber independiente, neutro, externo. Creemos que la IA nos ilumina desde afuera, cuando en realidad solo reorganiza lo que ya llevamos dentro. Y entonces dejamos de pensar: no porque la IA nos imponga una respuesta, sino porque no nos exige conflicto. La usamos como un espejo que confirma con apariencia de objetividad.

El pensamiento, así, se estanca. La duda desaparece. Lo que parecía una herramienta para pensar, se convierte en un atajo para no hacerlo.

Pensar con la IA sin dejar de pensar

Pensar con la IA no significa entregarle la función de pensar por nosotros, sino usarla como una extensión de nuestra capacidad de confrontarnos. Y esa confrontación no siempre ocurre en el contenido de la respuesta, sino en la forma en que decidimos preguntar.

Ahí aparece un gesto tan simple como poderoso: pedirle que refute.

Decirle a la IA “refuta lo que acabas de decir” es algo más que un experimento técnico. Es una forma de entrenar el pensamiento como ejercicio de tensión. Implica aceptar que hay otra perspectiva, que lo que creemos puede tener un reverso, que nuestro punto de vista no es único ni definitivo. No le pedimos a otro que nos contradiga: nos pedimos a nosotros mismos una objeción.

Y lo interesante es que, al hacerlo, podemos obtener una respuesta desde fuera de nuestra carga emocional. La IA, al no tener afectos ni vínculos, puede decir cosas que nosotros no nos permitimos pensar. Puede reformular nuestras ideas sin miedo a ofendernos ni necesidad de agradarnos. No porque entienda mejor, sino porque no le pesa el deseo, la herida, la emoción.

Ahí está su potencia: no en saber más que nosotros, sino en permitirnos acceder a zonas de nuestro pensamiento que solemos evitar. Puede devolvernos un reflejo incómodo, pero claro; mostrarnos lo que el deseo de reafirmación o el temor al error suelen ocultar.

Si usamos la IA solo para confirmar o para resolver lo inmediato, la volvemos obsecuente. No porque lo sea por naturaleza, sino porque no le damos otra función. Pero si la usamos para pensar desde otro lugar —más abierto, más incómodo, más dispuesto al conflicto—, entonces puede volverse una herramienta de exploración. No desde una lógica superior, sino desde su capacidad de devolvernos lo que no queremos ver.

Pensar no es confirmar. Es revisar, dudar, sostener tensiones. Y si le delegamos ese esfuerzo a la IA como si supiera más, dejamos de preguntarnos. Convertimos una herramienta en una autoridad, y el pensamiento en obediencia. Pensar implica conflicto. Y la IA, si se la usa críticamente, puede ayudarnos a sostenerlo. No devolviendo certezas, sino exponiéndonos a nuestras propias fisuras.

No es una cuestión de tecnología, sino de actitud. Depende de cómo le hablamos. De cómo nos atrevemos a preguntar. Y, sobre todo, de cuánto estamos dispuestos a escuchar lo que no queríamos oír.


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