Las buenas intenciones: el decorado emocional
[Tiempo de lectura: 6 minutos] Vivimos rodeados de buenas intenciones. Nos las encontramos en cada rincón del espacio digital, en cada posteo, en cada comentario que repite la frase justa, el emoji correcto, la preocupación precisa.
Etimológicamente, intención proviene del latín intendere que significa tensar hacia algo. No remite a un estado pasivo, sino a un movimiento. En su uso cotidiano, sin embargo, las buenas intenciones no remiten a una voluntad dirigida a actuar, sino a una manifestación discursiva de deseo ético: querer lo mejor, no hacer daño, apoyar una causa. En esta forma moderna de vida hiperconectada, las intenciones han quedado en gran medida reducidas a su enunciación.
El imperativo social contemporáneo es claro: hay que estar enterado, mostrar que se está presente, que se empatiza. Esta vigilancia emocional permanente se canaliza digitalmente: seguimos historias, reaccionamos a posteos, respondemos mensajes. Pero esta forma de atención, aparentemente empática, no implica acción real. Su lógica es la de la música de fondo: está siempre ahí, envolviendo la escena, generando un clima afectivo homogéneo, pero sin interrumpir, exigir ni incomodar. Su rol es decorativo, un hilo musical emocional.
Esta atmósfera de buenas intenciones encuentra su anclaje más estable en el consumo. No sólo se postea y se comparte: se compra, se contrata, se suscribe. El mercado ha sabido traducir los valores afectivos en productos: cuidarse, ayudar, compartir, amar, empatizar: todo puede ser traducido a un producto, a una app, a un curso, a una suscripción mensual. La intención se convierte en objeto. Y el gesto, en mercancía emocional.
Esto no es un síntoma menor: cuando el gesto es el único punto de llegada, cuando la compra es el único involucramiento posible, entonces deja de ser umbral y se convierte en frontera. No hay ambigüedad, no hay incertidumbre: hay un circuito cerrado que protege al yo del conflicto, de la pérdida, de la espera. El displacer es un costo que no se quiere asumir, y en su lugar se impone la experiencia reconfortante, inmediata, emocionalmente segura. Así, el problema no es la existencia del gesto, sino cuando ese gesto es todo lo que ocurre, cuando se naturaliza que ése sea el límite.
Salir de esta lógica -no resolver la falta con un producto, no postear la empatía, no publicar la indignación- implica quedar expuesto a la mirada ajena, ser leído como alguien que “no se cuida”, “no avanza”, “no se involucra”. El mercado ofrece soluciones a cada malestar, cada angustia, cada incomodidad: no comprarlas, no consumirlas, no postearlas parece casi un acto de abandono. En ese sentido, el no consumo es un gesto radical: no por lo que afirma, sino por lo que deja de sostener, por la falta que no se intenta suturar.
Así, la buena intención se vuelve una solución ansiolítica, una forma de mantener el ideal ético sin pagar el precio del compromiso. Se convierte en una sutura simbólica a la falta, a la distancia entre el «querer ser» y el riesgo de comprometerse.
Intencionalidad: el costo de comprometerse al posible fracaso
Pero toda intención verdadera remite a una intencionalidad: una orientación real de la acción hacia algo. No basta con querer; hay que sostener un movimiento, tomar posición, arriesgar. La intencionalidad exige implicarse, decidir, exponerse y quizás, fracasar.
Y es allí donde el sistema entra en cortocircuito. Porque cuando, tras el posteo o la suscripción, se espera algo más que el gesto, cuando se abre el terreno de la acción, el sujeto contemporáneo entra en conflicto. Actuar implica incertidumbre, demora, posibilidad de fracaso. Implica abandonar la zona segura del “yo ético” que dice querer, y poner en juego una subjetividad capaz de equivocarse.
Esto choca frontalmente con el discurso dominante del yo como unidad de eficiencia y cuidado personal. El “mira por vos mismo” no tolera la intromisión del otro, mucho menos si ese otro es sufriente, problemático o impredecible. Comprometerse supone poner en juego el tiempo, la energía, la identidad, incluso la estabilidad emocional. Supone postergar gratificaciones, tolerar la duda, convivir con el displacer.
Y aquí se da la contradicción central: queremos el cambio, pero sin pagar el precio del fracaso. Queremos actuar, pero sin que eso implique demora, ambigüedad o pérdida. En cambio, la intencionalidad exige justamente eso: sostener la incertidumbre, afrontar el riesgo de que lo que hagamos no alcance, o incluso que salga mal. Pero ese riesgo es el que abre la posibilidad de lo verdaderamente nuevo: no hay transformación sin atravesarlo.
La intencionalidad nos enfrenta a lo real: no a lo que decimos ser, sino a lo que somos efectivamente cuando actuamos o, más brutalmente, cuando fallamos. Es ahí donde asoma el núcleo más temido: la posibilidad de fracasar, de no estar a la altura, de descubrir que no podemos ser lo que queremos ser, o que serlo implica que no es lo esperado. Las buenas intenciones, en cambio, preservan al yo de esa confrontación. Lo mantienen a salvo, flotando en la estabilidad del «querer ser», siempre libre de consecuencias.
Ahí reside su verdadera trampa: nos condenan de forma anestesiada a un fracaso invisible, el de no hacer nada. Pero ese fracaso no duele, porque está amortiguado por el discurso social: posteaste, lo intentaste, lo compraste. Hiciste lo correcto. Además, es lo que hacen todos a tu alrededor. El entorno devuelve la palmada simbólica: “la intención es lo que cuenta”. Nadie te puede reprochar nada —excepto, tal vez, tú mismo—.
Estamos, quizás, en una época que ha perfeccionado el arte de decir sin hacer, de empatizar sin implicarse, de denunciar sin transformarse. Las buenas intenciones cumplen una función de contención: evitan la ruptura ética que supondría asumir que no vamos a actuar. Nos permiten seguir adelante sin culpa, sostenidos por un sistema que convierte el no hacer en un gesto socialmente aceptable, mientras lo recubre con elogios, emojis y reacciones automáticas. Hemos reemplazado las decisiones difíciles por una secuencia infinita de emociones enlatadas.
Si no recuperamos la intencionalidad —esa capacidad de actuar más allá del gesto—, corremos el riesgo de vivir en un teatro perpetuo de gestos previsibles y emociones recicladas, donde todo parece importar, pero nada cambia, donde todos quieren lo mejor, pero nadie quiere pagar su precio.
Y es que actuar no es simplemente querer. Es, sobre todo, saber sostener una dirección cuando se ha apagado la música de fondo, es mantener el interés sin risas enlatadas, soportar la incertidumbre y la dificultad sin la aprobación automática de un emoji o de un like.
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