Intolerancias: Lo insoportable en las pequeñas cosas
Intolerancias alimenticias: Cuando el cuerpo dice No.
[Tiempo de lectura: 6 minutos] En los últimos años, las intolerancias alimenticias se han vuelto protagonistas en consultas médicas, dietas personalizadas y conversaciones cotidianas. No se trata de alergias, que implican reacciones inmunológicas graves, sino de respuestas más sutiles pero persistentes del organismo, que simplemente no tolera ciertas sustancias. A día de hoy, se han identificado decenas de intolerancias comunes, y la lista no deja de expandirse: intolerancia a la lactosa, al gluten, a la fructosa, a la histamina, a los sulfitos, al sorbitol, a la caseína, a la cafeína, a los aditivos alimentarios como el glutamato monosódico, al alcohol, a la levadura, a los nitratos y nitritos, a los taninos del vino, a las proteínas del huevo, a los frutos secos, a las solanáceas como el tomate, el pimiento o la berenjena, a los pescados azules, a ciertos tipos de fibras vegetales, incluso a las proteínas de la carne roja en personas sensibles.
En muchos casos, el cuerpo responde con inflamación, malestar general, hinchazón, migrañas, fatiga crónica, alteraciones intestinales, brotes en la piel, cambios de humor o caída de energía vital. La recomendación habitual frente a este panorama es clara: evitar el consumo del alimento problemático, regular la exposición, escuchar los síntomas y buscar, en definitiva, una vida más estable, más predecible y más saludable.
Intolerancias emocionales: Cuando la mente dice No.
Una vida más estable, más predecible y más saludable: esa parece ser la consigna que guía nuestra relación con el cuerpo. Sin embargo, si trasladáramos las mismas reglas a la esfera de la mente y el alma, pronto descubriríamos que también allí hemos desarrollado nuestras propias intolerancias, menos visibles pero igual de determinantes.
No toleramos la espera, esa suspensión incierta donde nada parece avanzar y donde el tiempo se convierte en un peso insoportable. Huimos del aburrimiento, esa llanura emocional donde ninguna novedad nos estimula y donde enfrentamos, a solas, la crudeza de nuestra propia existencia desprovista de adornos. Evitamos el conflicto, no sólo con otros, sino con nosotros mismos, como si la confrontación de ideas fuera un daño y no un motor.
Somos intolerantes a la duda, esa grieta que se abre en las certezas y nos exige vivir sin saber, sin tener el suelo firme bajo los pies. Nos resulta insoportable la contradicción, ver cómo nuestras ideas, deseos o sentimientos chocan entre sí, revelando que no somos seres simples, ni lógicos, ni plenamente consistentes.
Rechazamos la ambigüedad, esa condición inevitable donde algo puede ser verdadero y falso a la vez, deseable y temido, bello y siniestro. Tememos la frustración, ese fracaso del deseo que nos obliga a reconocer que no todo puede ser satisfecho, que los límites existen y que, a veces, el mundo no se adapta a nuestros caprichos.
Desertamos frente a la nostalgia, esa herida abierta hacia lo que fue y no volverá, porque sentimos que mirar hacia atrás es una debilidad. Nos perturba la melancolía, cuando la tristeza se instala sin motivo aparente, recordándonos que no todo en la vida es gestionable o explicable. Y tratamos de anestesiar cualquier soledad, aunque sea imprescindible para pensarnos y crecer, refugiándonos en distracciones, redes sociales, consumo y ruido.
Cada una de estas experiencias, esenciales para la vida interior, es tratada como una anomalía que debe ser suprimida. Así como eliminamos el gluten o la lactosa para no alterar nuestro equilibrio físico, eliminamos el conflicto, la duda, la espera y la soledad para no perturbar una homeostasis emocional que, paradójicamente, nos deja cada vez más frágiles.
Homeostasis emocional: La muerte térmica de los sentimientos
En su libro Los ocho pecados capitales de la sociedad civilizada (1973), el etólogo Konrad Lorenz advirtió sobre un proceso insidioso que afecta no sólo a las dinámicas culturales, sino al corazón mismo de la vida emocional humana: la muerte térmica de los sentimientos.
Inspirado en el concepto físico de la «muerte térmica» del universo —el punto en que toda energía se disipa y ya no existe diferencia de temperatura entre los cuerpos—, Lorenz lo aplica metafóricamente a la vida afectiva. Una sociedad que elimina sistemáticamente el displacer, que anestesia toda fricción emocional, tiende inevitablemente a una homeostasis emocional: un estado donde no hay grandes pasiones, ni grandes sufrimientos, pero tampoco verdadero entusiasmo, éxtasis ni creatividad genuina.
La homeostasis emocional implica la búsqueda de un equilibrio estable, constante, libre de perturbaciones. Pero este equilibrio, cuando se persigue como un fin en sí mismo, no sólo neutraliza los conflictos destructivos: también apaga las tensiones vitales que sostienen la intensidad del amor, la profundidad de la tristeza, la capacidad de asombro y el impulso hacia la transformación personal.
Según Lorenz, esta muerte afectiva no surge de manera espontánea. Es el resultado de varios procesos propios de la sociedad moderna: el confort material excesivo, que amortigua los desafíos cotidianos y adormece la iniciativa vital; la sobreprotección emocional, que infantiliza a los individuos y dificulta la maduración personal; la sobreestimulación digital y sensorial, que satura la percepción con gratificaciones instantáneas -likes, exhibicionismo y consumo veloz de imágenes-, alejándonos de experiencias más lentas, profundas y resistentes al circuito de recompensa inmediata; y, finalmente, la creciente intolerancia al displacer, ya no visto como un dato natural de la existencia, sino como una amenaza que debe ser suprimida a cualquier costo.
Aquí es crucial entender la distinción que Lorenz establece entre placer y displacer. La cultura moderna, en apariencia, se presentaría como una cultura del placer: una civilización hedonista, donde todo está orientado al goce inmediato y sin trabas. Pero esta lectura es superficial. En realidad, sostiene Lorenz, no nos dirigimos hacia una maximización del placer, sino hacia una minimización del displacer. No buscamos más placer en sí mismo, sino menos dolor, menos conflicto, menos fricción, menos incertidumbre.
El resultado es una paradoja inquietante: al evitar toda forma de sufrimiento, sacrificamos también la capacidad de sentir plenamente. Nos volvemos inmunes, no sólo al dolor, sino también a la exaltación. Una humanidad que se anestesia contra el sufrimiento se anestesia, sin quererlo, contra la vida misma.
De esta manera, la modernidad genera individuos que, lejos de ser hedonistas expansivos, son gestores de su propia comodidad emocional, administradores de un bienestar neutro y predecible. La homeostasis emocional se convierte así en una trampa: una promesa de felicidad que, en el fondo, niega las condiciones mismas que hacen posible la alegría auténtica.
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