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¿Por qué todos llevamos un político dentro?

El discurso político

[Tiempo de lectura: 8 minutos] Para hablar de política, antes que mirar las instituciones, conviene detenerse en el lenguaje. Lo político no nace en el Estado ni en el Congreso: nace antes, en la forma en que se construyen los discursos, en cómo se organizan las palabras para adquirir fuerza ideológica, para parecer verdad.

En esa arquitectura verbal, hay dos elementos estructurales: lo falso y lo falaz. Ambos comparten una raíz etimológica —fallere, que en latín significa engañar—, aunque derivan en nociones distintas. Falsus dio origen a “falso”, lo que contradice hechos, distorsiona datos o afirma algo que no ocurrió.

Fallax, en cambio, dio lugar a “falaz”, y remite a lo que no necesariamente es falso, pero sí engañoso: enunciados que aparentan lógica, donde incluso dos premisas correctas pueden conducir a una conclusión errónea. Lo falaz engaña por su forma más que por su contenido, porque no necesita mentir para convencer.

Refutar lo falso es relativamente sencillo: basta con contrastar lo dicho con evidencia, documentos, fuentes confiables. Es un procedimiento más técnico que conceptual, incluso rutinario cuando la información es accesible.

Lo falaz, en cambio, exige otra atención. No basta con revisar el contenido: hay que examinar cómo se conectan las ideas, el orden que imponen, la lógica que simulan. Una afirmación puede sonar razonable y llevar, sin embargo, a una conclusión equivocada si se articula de forma tendenciosa. La falacia no se impone por lo que dice, sino por lo que excluye. Su fuerza está en lo que bloquea: interrumpe la pregunta, evita la complejidad, impide que algo se ponga en discusión.

Por eso ha sido, desde los manuales de retórica hasta la propaganda contemporánea, el recurso privilegiado del discurso político. No porque los políticos desconozcan la lógica, sino porque entienden que la política no se sostiene sobre hechos, sino sobre relatos. Lo que se busca es sentido. Y en el espacio público, lo que prevalece no es lo comprobable, sino lo creíble: narrativas que explican, simplifican y organizan lo incierto de forma emocionalmente soportable. En ese contexto, una falacia bien presentada adhiere más que una verdad incómoda. No porque sea más sólida, sino porque se ofrece como evidente: no pide ser pensada, solo aceptada.

Lo falaz se ha integrado tan profundamente en el discurso político que algunas falacias ya son parte estructural de su funcionamiento. La falsa dicotomía reduce todo a dos opciones —políticas, económicas, ideológicas— forzando el bipartidismo, la toma de posición inmediata y asfixiando cualquier alternativa. La falsa causa, por su parte, ofrece una única explicación para lo que es múltiple y complejo. Todo se concentra en un responsable, una figura, una situación, y desde ahí se reordena lo ocurrido, lo que sucede y lo que se debería hacer.

Estas dos falacias no son simples errores: son herramientas que organizan el relato político. Lo hacen más manejable, más eficaz para convencer. Por eso se repiten tanto. Porque simplifican. Y lo que simplifica, muchas veces, desactiva la necesidad de pensar más. Así, lo falaz no es solo una táctica ocasional, sino una estructura que sostiene y prolonga el poder.

En ese punto, vale recuperar lo que plantea el filósofo José Antonio Marina en La pasión del poder. Allí propone una definición de corrupción que permite pensar el fenómeno más allá del dinero o el delito. La corrupción, sostiene, no es solo robar ni desviar fondos: la forma más profunda de corrupción ocurre cuando alguien se aferra al poder más allá del tiempo o del sentido que lo justificaba. Es ocupar un lugar que pudo haber sido legítimo, pero que ya no lo es. No se trata simplemente de permanecer, sino de forzar las condiciones para hacerlo, aunque eso implique degradar el sistema, vaciarlo, adaptarlo a medida de quien ya no puede soltarlo.

Este afán de permanencia se vuelve especialmente peligroso cuando se entrelaza con estructuras económicas y de poder ya consolidadas, esas minorías que ocupan posiciones dominantes. El político que busca persistir se corrompe no solo por lo que toma, sino por lo que entrega: su permanencia depende del respaldo de esos grupos, y a cambio los favorece. Rara vez es él quien concentra la mayor riqueza; su papel es otro. Se convierte en garante simbólico de un sistema que lo sostiene mientras le resulta útil. No es el núcleo del poder, pero lo representa. Y para sostener esa representación necesita blindar el discurso.

Así, el lenguaje político se convierte en una arquitectura cerrada, donde cada palabra cumple la función de un ladrillo ideológico. Siempre hay un enemigo que justifica la urgencia, la polarización, la obediencia. La corrupción del pasado sirve para distraer de la del presente. Las medidas urgentes se evalúan por su efecto inmediato, sin pensar las consecuencias futuras. Las críticas se desacreditan mediante una lógica emocional que convierte toda disidencia en traición.

El discurso se vuelve hermético no solo por lo que dice, sino por todo lo que logra evitar que se piense. Lo falaz no solo engaña: inmuniza al sistema contra la crítica. Lo vuelve impermeable.

La corrupción del pensamiento

Lo falaz no vive solo en los discursos políticos. Vive también en nuestra forma de comunicarnos, en cómo compramos, en cómo deseamos. La publicidad y el marketing nos han entrenado para pensar en términos de causas simples y soluciones inmediatas: si algo falta, hay algo que lo resuelve; si no eres feliz, es porque te falta algo que puedes comprar, elegir, conseguir. Es una falsa causa constante, sostenida entre deseo y objeto. La promesa no es obtener algo, sino que eso tenga la capacidad de completarte. Y en esa operación cotidiana, sin gran estridencia, lo falaz se vuelve hábito.

Un auto no promete transporte, promete libertad o prestigio. Una crema no promete hidratación, promete juventud. Una bebida no promete saciar la sed, promete pertenencia. Cada objeto arrastra una historia que lo excede, una emoción que lo legitima, una promesa que lo vuelve necesario. Y así, sin darnos cuenta, nos acostumbramos a pensar que el deseo tiene una causa clara, y que esa causa está afuera, disponible, lista para ser resuelta, alcanzada o consumida.

Y como ocurre en la política o el consumo, lo falaz también está en nuestra manera de pensar, de justificarnos, de hablar con otros y con nosotros mismos. No siempre se presenta como engaño deliberado; muchas veces es una defensa, un atajo mental, una forma de esquivar lo que no queremos revisar. Decimos cosas que suenan bien, pero no resisten preguntas. Simplificamos lo complejo para no tener que enfrentarlo. Buscamos culpables para no mirarnos. Como en política, recurrimos a falsas dicotomías para reducir cada experiencia, cada decisión, a solo dos opciones posibles. Y a falsas causas para justificar cada emoción, cada situación, cada cosa que hicimos o evitamos. Y aunque muchas veces no mentimos, tampoco decimos algo del todo cierto. Así como en lo público lo falaz sostiene el poder, en lo personal sostiene una imagen: de coherencia, de seguridad, de saber quiénes somos.

Pero en ningún caso todo lo que nos construye o define puede ser considerado falaz. Muchas de esas estructuras internas —nuestros deseos, creencias, intuiciones— fueron legítimas. Lo que nos organizó por dentro no fue un error. Aquello que alguna vez nos dio forma, que nos ayudó a interpretar el mundo, que nos permitió avanzar, tuvo su momento y su sentido. Nos sostuvo cuando lo incierto amenazaba con desbordarlo todo. El deseo que nos orientó, la creencia que nos explicó lo incomprensible, la imagen de nosotros mismos que sirvió de refugio: todo eso funcionó como un gobierno interior. Marcaba el rumbo, ordenaba el conflicto, daba dirección.

Pero como todo poder que ha estado demasiado tiempo en el cargo, también ese poder interno empieza a resistirse a soltar. Aunque la realidad haya cambiado, aunque nosotros hayamos cambiado, lo que nos habitó en otro momento insiste en seguir marcando el camino. No porque todavía tenga sentido, sino porque no quiere ceder su lugar. Ya no responde a una necesidad: responde a su voluntad de permanecer.

Y como todo poder que empieza a perder legitimidad, pero quiere perpetuarse, se corrompe. Se justifica, se protege, se blinda. No con mentiras burdas, sino con razones que suenan coherentes, pero no alcanzan. Insiste en argumentos que ya no explican, pero siguen funcionando como marco de referencia. Recurre a la falsa dicotomía para encerrarnos en una elección que solo tiene dos extremos. Y a la falsa causa para reducir cualquier conflicto interno a una narración simple, funcional, sin fisuras.

Y así, casi sin darnos cuenta, terminamos reproduciendo en nuestra vida interior la misma estructura que criticamos en lo político: un discurso que ya no busca transformar, sino conservar el poder, aun a costa de vaciar el sistema que debería proteger.

La diferencia es que, en la política, por crudo que resulte, alguien siempre sale beneficiado, muchas veces a costa de todos los demás. Pero en nosotros, cuando esa lógica se impone, nadie gana. Lo que nos habita —ese poder interno que insiste en permanecer más allá del tiempo que le fue dado— ya no nos cuida ni nos orienta: solo se sostiene a costa de sí mismo, como si la continuidad valiera más que el sentido que alguna vez ofreció.

Quizás el verdadero problema sea que, acostumbrados al escenario político, hemos asumido que todo gobierno debe ser reemplazado de inmediato por otro, de forma ininterrumpida, sin pausa ni respiro, como si la sucesión inmediata fuera el único modo de sostener el orden. Pero tal vez, en nosotros, no tenga que ser así. Tal vez podamos permitirnos un vacío de cargo, aunque sea por un tiempo. No para caer en la anarquía emocional, sino para abrir un espacio, un intervalo, donde pueda surgir una nueva dirección. No para volver a ser quienes fuimos, ni para confirmar lo que ya somos, sino para abrir la posibilidad de llegar, alguna vez, a estar a la altura de lo que podríamos ser.


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